jueves, 29 de marzo de 2012

Hasta los 80

Mañana cumpliré 40 años. Y todo seguirá igual. Si acaso un cumpleaños te cambia la vida es el de los 18, que te convierte, por derecho, en persona con plena capacidad de obrar, con toda la responsabilidad que ello conlleva. Si no sentí la trascendencia de aquel día, aun menos espero mañana sentir nada especial. Y sin embargo, le he dedicado a esta cifra lo que no hice con ninguna otra, ni siquiera los 30 o los 20. No recuerdo nada especial de aquellas celebraciones, bien porque no tuvieron nada destacable que recordar o bien porque, ya lejos como quedan, a mi memoria le cuesta diferenciarlos entre los muchos grandes momentos de fiesta que he vivido.

Cierro esta serie de momentos o lecciones importantes de mi vida como la empecé, recordando que la estadística me coloca frente a la segunda mitad de mi vida. Me trae a la cabeza ese chiste que tanto utiliza Emilio Duró sobre la definición del éxito. Dice que el éxito a los 3 años es no hacerse pis en la cama; a los 6 años, recordar lo que hiciste en el día; a los 12 tener muchos amigos; a los 18 tener el carnet de conducir; a los 20 tener relaciones sexuales; a los 35 tener dinero; a los 50 tener mucho dinero; a los 60 tener relaciones sexuales; a los 65 tener el carnet de conducir; a los 70 tener muchos amigos; a los 75 recordar lo que hiciste en el día y a los 80 no hacerse pis en la cama. Según esta visión de la vida, a lo más que puedo aspirar todavía es a tener mucho dinero y creo que no estoy en el camino adecuado. 

Según esta visión cómica-pesimista de la vida ya solo me queda perder cosas y toda la incertidumbre es ver si el orden es exactamente inverso a como las obtuve (por cierto, nunca sentí mucha prisa por tener el carnet de conducir). No he convivido mucho con la vejez por lo que carezco de suficiente experiencia sobre esta segunda mitad. No llegué a conocer a mis abuelos, aunque dos de ellos sí llegaran a verme nacido. Mi tía Encarna, la hermana mayor de mi madre, y mi tío Juan, su marido, asumieron con gusto el papel de abuelos para que no me perdiera del todo la sensación. Mi tío Juan era un compendio iletrado de sabiduría popular. Su vida daría para más páginas que la de Harry Potter. Una de sus frases favoritas era que debíamos trabajar hasta los 18, jubilarnos entonces y que nos liquidaran a los 65. Claro que mi tío Juan llevaba a los 18 años más horas trabajadas que yo a los 40. En lo que no erró mucho el tiro fue en que se lo llevaran cerca de los 65. Un alemán tan cruel como Mengele atrofió su cerebro y se le acabó olvidando hasta vivir. Hoy sigo sintiendo que tengo impagada una gran deuda con él y con mi tía.

Yo prefiero mantener una visión optimista. Cómo no hacerlo con la cantidad de mensajes positivos que recibimos, a pesar de la crisis, o precisamente por la crisis. La semana pasada, decidí pasearme por la sección de libros de auto ayuda de una librería próxima a mi casa. Quise documentarme un poco para que mis críticas tengan, si no fundamento, al menos este respaldo. Uno lee diez títulos de esos libros y sale de la librería dando botes, con más energía que un superhéroe radiactivo y dispuesto a comerse el mundo. Algunos motivan menos porque están solo centrados en la gestión empresarial, como "El libro negro del emprendedor" -no creo que el color esté bien elegido- o "MBA personal. Lo que se aprende en un MBA por el precio de un libro". Tengo que decir que a mí me pareció caro. Pero los mejores son los títulos generalistas. Esos como "Tú puedes", "Piensa, es gratis", "Adáptate", "El mapa del tesoro", "Prohibido quejarse", "Organízate con eficacia", "Busca tu elemento" -secuela de "El elemento"-, "Cómo caer bien a los demás en menos de 90 segundos", "Las pequeñas grandes cosas. 163 trucos para conseguir la excelencia" -ni 160 ni 165, ¡sino exactamente 163 trucos! Y finalmente aquellos que, utilizando un término bíblico, yo llamaría parabólicos: "La gallina que cruzó la carretera" o "Yo me he llevado tu queso" porque quién no sabe a estas alturas que alguien nos ha robado el queso, si no algo más. Me dio un subidón tan grande que me tuve que ir para no ponerme allí mismo a hacer flexiones. Pero antes de eso, aun pude leer y anotar unas pocas frases, de las que quiero seleccionar la siguiente.

"Si tal y como yo creo... el azar gobierna nuestras vidas... entonces... la única... defensa posible (lógica) es-debe ser refugiarse en... la ley de los grandes números. En otras palabras, el éxito está siempre más cerca cuando la cantidad de cosas que se prueban es tanta que las probabilidades de que algo salga bien están a tu favor"

Sin juzgar la sintaxis y la obsesión compulsiva -o dubitativa- por el uso de los puntos suspensivos, me quedé impresionado por lo aplastante del razonamiento. Claro, si quieres tener más posibilidades de que te toque la lotería, ¡compra todos los números! ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Pero lo curioso es que mientras volvía caminando a casa riéndome internamente me di cuenta de que esa frase resumía bastante bien mi propia actitud: Probar y probar. Ante este panorama, y listo para embarcarme a probar suerte en una de las mayores aventuras de mi vida, me veo obligado a darles la razón a estos escritores a los que tanto critico. ¿Será que, en el fondo no soy más que un escritor de auto ayuda frustrado?

Haciendo un balance final de los años vividos hasta ahora, solo puedo decir que soy muy rico, porque en este tiempo he tenido el privilegio de compartir camino con mucha gente excepcional. Soy muy afortunado por la gente que tengo cerca y la que he tenido, por los que me quieren y los que me han querido. Algunos de los que me acompañaron en mi camino hasta los 40 ya no están. Espero que algunos vuelvan. Otros, como mi tío Juan, no lo harán; me gustaría que muchos me siguieran acompañando en esta segunda mitad del camino aunque sé que algunos también se irán, igual que confió en que vendrán otros más. Mañana brindaré por todos ellos. Y, como Los Rodríguez, brindaré por la victoria, por el empate y por el fracaso.

Ha sido un placer escribir este blog. Como dice Michael Ondaatje, "la alegría de escribir es que uno puede descubrirse a sí mismo". Yo he descubierto algo de mí mismo, como sujeto y como objeto en esta oración reflexiva. Cuando uno abre el baúl donde guarda sus recuerdos, siempre aparecen los mismos, los que sirven de referencia. Pero cuando uno empieza a escarbar en ese baúl, de repente agarra uno escondido, que ya estaba a punto de perderse por el agujero que el cajón tiene al fondo. Y agarrar ese recuerdo casi perdido produce una sincera alegría infantil. Solo por esas inesperadas alegrías, ha merecido la pena.

Muchas gracias a todos los que me habéis seguido. A los frikis que han comentado cuando he escrito algo friki; a los cinéfilos, que aparecían cada vez que escribía de cine; a los que han compartido que algunos de mis recuerdos son los suyos; a los que cada día me animaban a seguir con sus pulgares levantados, a los silenciosos... Y muchas gracias a todos los que han vivido conmigo las experiencias que ahora yo he seleccionado para compartir. Me voy a arreglar, que mañana cumplo 40 y me despido con un blues, con el que más me apetece hoy. ¡Hasta los 80!


miércoles, 28 de marzo de 2012

La línea geodésica


En geometría, una línea geodésica se define como la línea de mínima longitud que une dos puntos en una superficie dada. Aplicado al cálculo de distancias sobre la superficie terrestre, que es de donde toma el nombre la palabra, la línea geodésica mide el camino más corto entre dos puntos del planeta. Cuando ese camino se proyecta sobre un mapa, se convierte en una línea curva, bastante alejada de la recta que une en ese mapa el punto de partida con el punto de llegada. Para facilitar la comprensión del concepto, me ayudaré de un ejemplo gráfico para ir de Buenos Aires a Beijing. 


La línea azul representa el que intuitivamente parece el camino más corto entre estas dos ciudades. Sin embargo, no hay que olvidar que el mapa no es más que una proyección en plano de la superficie casi esférica de la Tierra. En realidad, el camino más corto es el trazado en rojo. Si alguien tiene una esfera terrestre en casa, puede jugar a trazar líneas geodésicas con un hilo. 

Esta información, por sí misma, ya me parece bastante útil. Pero a mí me resulta una metáfora muy acertada. Y es que el camino más corto entre dos puntos no siempre es el camino recto. Cada uno tiene que recorrer su camino entre su origen y su destino. Y cada uno tiene sus condicionantes que le hacen seguir su propia línea geodésica. Recuerdo un trabajo para una asignatura de laboratorio que tuvimos que hacer en la carrera. Había que diseñar un control de velocidad para un motor eléctrico. Mi compañera y yo aplicamos los conocimientos que nos habían explicado y los principios que definían el ejercicio. De ninguna de las maneras encontrábamos la solución. Aplicábamos la lógica sobre esas bases y nunca llegábamos a ningún resultado. Empezamos a compartir nuestras dudas con otros compañeros. La respuesta era siempre la misma, "pues parece que lleváis razón, pero lo que hay que hacer es esto". Era lo que hacía todo el mundo. A mí me resultaba curioso que si reconocían que nuestro razonamiento era convincente y, en cambio, no estaban muy seguros de por qué lo hacían como lo hacían, siguieran adelante sin más. Finalmente, decidimos acudir al monitor del laboratorio. Y... ¡Obtuvimos la misma respuesta! Sí, parecía que llevábamos razón, pero nos recomendaba hacerlo como todo el mundo lo estaba haciendo.

No escondo que sentimos una pequeña decepción por aquellos comportamientos y su falta de espíritu crítico. Pero ellos tenían su motor terminado mientras nosotros nos encontrábamos en una encrucijada: Nuestras mentes, orgullosas por su pensamiento independiente, no conseguían hacer estable el dichoso aparatito. A falta de unos pocos días para entregar el trabajo, doblegamos nuestra rebeldía intelectual y copiamos -con el método explicado ayer- a otros compañeros para llegar, por minutos, a cumplir el plazo.

Todo el curso compartió el punto de partida y el punto de llegada de aquel ejercicio. Pero nosotros seguimos nuestra propia línea geodésica. Aquel era nuestro camino más corto, aunque intuitivamente no lo parezca. A veces, mi camino más corto es así, visto sobre el mapa tradicional de la vida no es una línea recta.

Estas líneas tienen otra propiedad paradójica: La línea geodésica más larga de la Tierra une un punto consigo mismo. ¿Significa eso que, aunque posiblemente mi sitio siga estando aquí, necesito dar la vuelta al mundo para descubrirlo? Por supuesto que habrá mucha gente que piense que para llegar a esa conclusión no hace falta tanto viaje. Hay quien lo tendrá muy claro. Yo necesito estar convencido y si eso supone salir y recorrer un largo camino antes de volver, esa es mi línea. 

Es probable que en muchos otros aspectos de la vida acabe llegando por esa línea geodésica. Cosas que no he hecho porque no he elegido la línea recta en ese mapa de la vida. Pero a las que puedo acabar llegando si el camino me ha cargado de razones.

Habrá quien me juzgue obtuso o, al menos, poco eficaz en la toma de decisiones. Pero, como en aquel laboratorio, necesito buscar las razones. Obtuso sería si me empeñara como los de aquel fantástico chiste del gran Forges, uno de mis humoristas favoritos. Esa viñeta que presenta a un grupo de hombres empujando una roca y, un poco alejado de ellos, y con algo más de perspectiva, a otro individuo que sugiere: "¿Y si la rodeamos?" 

Mañana llego al final de esta serie "30 para los 40". Homenajeando a otros de mis humoristas favoritos, Faemino y Cansado, me viene a la cabeza esa muletilla tan suya: "Dicen que esto es fácil... ¡Una mierda!" No ha sido fácil llegar hasta aquí. Debo confesar que publicar todos los días ha sido tan gratificante unas veces como estresante otras. He tenido que buscar el momento para ser fiel a mi compromiso diario. He tenido que vencer el famoso síndrome de la hoja en blanco. Pasado mañana no tendré que publicar y, al menos ese día, será un descanso. Un descanso que no sería tal si no fuera por este camino recorrido. Recorrido con el blues.

http://www.youtube.com/watch?v=icbDY4osU7E&ob=av2e

martes, 27 de marzo de 2012

¿Andamos faltos de vocaciones?


Se atribuye a Churcill la frase "quien a los 20 años no es comunista no tiene corazón; quien a los 40 lo sigue siendo no tiene cerebro". Política aparte, se supone que el joven veinteañero idealiza el mundo y toma sus decisiones con el corazón y el maduro cuarentón es mucho más realista, pragmático y utiliza la cabeza para valorar los beneficios de sus decisiones. Entiendo que es lo que se llama "ley de vida", una ley de la que todo el mundo habla pero que nadie ha visto escrita. Vamos, algo así como el gol de Cardeñosa. Pero como uno puede encontrar citas para justificar lo que le dé la gana, dice Woody Allen en Manhattan que "el cerebro es el más sobrevalorado de todos los órganos". Yo no sé si por mi afinidad con los pensamientos de Woody Allen, por mi tendencia asalmonada de ir contra corriente o, simplemente, porque mi cerebro va degenerando más rápido que el resto de mi cuerpo, creo que tomo las decisiones importantes de mi vida poniendo cada vez más corazón.

Y eso que mi cerebro empezó bien, se ve que la materia genética no era mala, aunque esté mal que yo lo diga. Como mis padres siempre han estado volcados en nuestra educación, cosa que agradezco enormemente, se les ocurrió que podía serme útil aprender a leer, escribir, sumar y restar antes de empezar la formación preescolar, lo que llamábamos antes "los parvulitos". Con esos conocimientos, me dejaron en manos de una profesora que, la pobre, no sabía muy bien qué hacer conmigo. Y, con toda su buena voluntad o con ganas de librarse del listillo, me "promocionó" directamente a la EGB. Así, de golpe, me había saltado los dos años de preescolar.

Mi cerebro parece que dio el nivel -y espacio tenía para desarrollarse- y terminé mi primer curso de la EGB con 5 añitos. No es que fuera a superar a Mozart en precocidad, pero aquello suponía una situación nueva en el colegio. Decidieron que iba a ser complicado justificar tanto adelanto ante las autoridades educativas y me hicieron repetir 1º de EGB. Se dice pronto. Pero sin toda la explicación previa, a quien le cuentes que has repetido 1º de EGB... A mí no me pareció ni buena ni mala idea porque aunque no progresaba de curso seguía compartiendo clase con unos pocos de mis compañeros. Y es que mi colegio aplicó un método de enseñanza de las escuelas rurales y lo convirtió en una innovación. Qué digo innovación, ¡en una revolución! Se les ocurrió que, en lugar de que todos los alumnos de una clase estuvieran en el mismo curso, la mitad estuviera en un curso y la otra mitad en el siguiente. Así, la señorita Laura, mi profesora de 1º me tuvo a mí junto con los recién ascendidos más medio curso de 2º. Esto es un lío, no solo porque yo me explique mal, sino porque es un lío en sí mismo. Así que yo llegué a compartir clase con alumnos ¡tres años mayores que yo! En algunas cosas sí que he sido precoz en la vida.

El resto de mi educación primaria y secundaria transcurrió con bastante éxito de resultados. Así me planté en el COU con amplias posibilidades de elegir mi formación y la obligación de tomar una decisión que parece bastante trascendental: ¿qué quiero ser de mayor? Si le preguntan a cualquier alumno de las pruebas de Selectividad si lo que está haciendo es importante, la mayoría responderá cosas del estilo de "el examen más importante de mi vida", "nos lo jugamos todo a una carta", etc. Yo no sé si realmente es tan crucial ese momento, pero cuando tuve que tomar una decisión lo hice como un cuarentón desilusionado del comunismo. Elegí ser ingeniero por la promesa de encontrar fácilmente un trabajo bien pagado. ¡Qué romántico!

Aquella decisión me salió de manera natural porque ni entonces tenía una verdadera vocación ni ahora la he encontrado. Es cierto que había cosas que me gustaban, profesiones que sonaban interesantes, algunas nos las habían idealizado el cine o la televisión. Por ejemplo, pensé en ser piloto y seguro que no fui el único. Pero vocación, lo que viene siendo vocación, no tenía. Me atraía la Filosofía, pero el cuarentón me cuestionaba cómo me iba a ganar la vida. Como entonces tenía facilidad para hacer reír a la gente, pensé en ser payaso. Me refiero a dedicarme profesionalmente. Pero, entre otras razones, me desanimaba la posibilidad de adelantar la muerte de mis padres. Y, sí, estuve barajando la posibilidad de prepararme las pruebas para el ingreso en la Academia del Aire de San Javier. Menos mal que no lo hice, porque mi tendencia a ir contra corriente en el ejército me habría provocado más de un incidente disciplinario, y ¡volando debe ser peligrosísimo!

Por eliminación, pero sobre todo por pragmatismo, acabé ingresando en la Universidad Politécnica de Madrid, estudiando una carrera de la que recuerdo el nombre de las asignaturas, el olor de aquel libro de Energía Solar Fotovoltaica y dos principios algebraicos de mucha aplicación en la vida diaria: El principio de inducción y la demostración por reducción al absurdo. Debo aclarar que esta última frase no tiene contenido irónico, realmente creo que son muy útiles en la vida. 

Comencé mis estudios universitarios con ese año de adelanto que todavía guardaba desde 1º de EGB. Presumía yo por entonces de haber tenido que estudiar un año menos que la mayoría de mis compañeros. No me daba cuenta de que eso suponía que trabajaría un año más. La carrera me enseño a ser autodidacto -aun sigue vigente el uso de este adjetivo con su terminación masculina, pese al uso mayoritario de la forma invariante-. Aprendí a conseguir apuntes de las clases a las que no iba, a copiar los trabajos de otros, a jugar al mus, a encontrar sitios en Moncloa en lo que comer por el mismo precio que el menú de la Escuela...

A pesar de que uso el singular en todas estas frases, esas lecciones autoaprendidas lo fueron realmente en pareja. Y es que para algunas cosas, como decía el anuncio de Gillette, "dos mejor que una". Por ejemplo, para hacerse con el trabajo de un compañero que no te lo quiere dejar es mucho más práctico actuar en pareja: Uno lo distrae y el otro busca el trabajo entre sus papeles. Otra cosa que se hace mucho mejor entre dos es reservar asiento en clase. No hace falta que madruguen los dos a la vez, con que uno llegue pronto vale. Lo que hacía que aquel ritual de reservar un sitio en el aula, dejando allí nuestras carpetas, tuviese más encanto es que acabada la mañana no habíamos pasado ni una hora en clase y teníamos que esperar a que acabaran las clases para recuperarlas. Y así un día tras otro, víctimas de la rutina, nunca se nos ocurrió pensar que, ya que no asistíamos a las clases, podíamos no reservar asiento.

Han pasado más de veinte años desde que tomé aquella decisión trascendental y sigo sin encontrar la vocación. Tal vez lo más parecido a una vocación lo he sentido actuando. Puede que sí me hubiera gustado ganarme la vida en los escenarios. Pero si en algo he utilizado más el cerebro que el corazón es en intentar conocer mis cualidades y mis limitaciones. Y aquí viene mi cuarta y última cita, esta vez del popular pasodoble: "Ay, Manolete. Si no sabes torear, ¿pa' qué te metes?".

Aunque para terminar, mejor que un pasodoble, hoy pondré un blues.


lunes, 26 de marzo de 2012

Por una vivienda digna

Dice la Constitución de 1978 en su artículo 47: "Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación."

Viendo el panorama actual cuesta creer que los poderes públicos se estén tomando en serio este artículo. Lo que me da que pensar que pueden tomarse con la misma seriedad este que cualquier otro. Yo puedo sentirme bastante afortunado porque disfruto y he disfrutado de una vivienda digna y adecuada, las dos cosas. Es cierto que tengo mis dudas de que esto haya sido gracias a los poderes públicos, pero no soy yo quién para quejarme.

En uno de esos arrebatos de ahorro que tengo cuando visualizo un objetivo, cedí el control presupuestario a la hormiguita que llevo dentro y reuní el dinero suficiente para emanciparme tras adquirir, vía hipotecaria, mi primera vivienda digna y adecuada. Ese es el momento, por cierto, en que empecé a tratar con los bancos en serio. Hasta entonces tenía una cartillita con unos ingresos y de donde iba sacando para mis gastos, siempre menos de lo que ingresaba, que esto del déficit es muy peligroso. La búsqueda de vivienda me llevó unos meses, pero difícilmente pudo ser mejor. Un par de años después de que Chueca se autoproclamara el barrio gay de Madrid, me instalé en el epicentro mismo de ese movimiento, cuatro plantas por encima de la sede del Colectivo Gay de Madrid (COGAM).

Esta ubicación priveligada me proporcionó una serie de ventajas. En primer lugar, en los bajos del edificio disponíamos de una cafetería abierta al público con un horario no demasiado extenso. En segundo lugar, mi autoestima subió en unos meses como la prima de riesgo mediterránea. Recuerdo especialmente una noche en que yo bajaba la basura y el portal estaba lleno con los últimos en abandonar la cafetería -que disponía de una puerta directa a la calle y otra a través del portal-. Nunca he recibido tantos piropos en tan poco tiempo. Es más, creo que nunca he recibido tantos piropos. Y, por último, tal vez por algún efecto de atracción, se concentraba en aquel pequeño edificio un grupo de vecinos que habrían dejado a 13 rue del Percebe en una comunidad anodina. De entre ellos, me quedo con el enterrador (quiero decir, trabajador de una funeraria) que me tiraba los trastos. Y es que una de las primeras veces que subimos juntos en el ascensor me invitó a tomar "una copa de cava fresquito" en su casa. Que si hubiera sido una cerveza habría aceptado... Es posible que alguien esté tentado de pensar que eso no es tirar los trastos sino buena vecindad y que fueron imaginaciones mías. Por elegancia, debo omitir las pruebas que refutan esa teoría.

Corroborando el derecho mencionado en la Constitución, la vivienda era, además de digna, adecuada. Adecuada especialmente para la celebración de fiestas. Mi vecina de abajo era sorda. Se habría enterado de una explosión nuclear por el calorcito, pero nunca por el ruido. Uno de mis vecinos de al lado sí oía, pero solo antes de morir. Y mi otro vecino de al lado, oía y vivía, pero dormía en una parte de su casa que, al ser mucho más grande que la mía, estaba muy lejos de la zona de fiesta. Hubiera sido un pecado no aprovechar esas condiciones y aquel pequeño piso de Fuencarral fue sede de fiestas inolvidables: varias fiestas temáticas (fiesta play-back, fiesta de la pasión, fiesta cuéntame, fiesta del delantal...); unas cuantas ediciones de la cocktail party y algunas otras fiestas sin más, organizadas o improvisadas. Y en todas estas fiestas se violaba una ley de la física: En lugar de distribuirnos por el espacio, tendíamos a concentrarnos todos en la micro-cocina. Ahí se acuñó la frase "la cocina de Peñasuki mola mogollón". Teníamos un truco para aumentar al máximo el número de ocupantes de la cocina, un truco muy interesante, por cierto.

De esas fiestas quedan muchos más recuerdos que fotos, algo de lo que seguro que todos los asistentes nos alegramos. Y de esos recuerdos tengo mucho que agradecer a Diego y su versión del Carabirubí, a Alex y su delantal de langostas luminiscentes, a Raúl por ser el único que me acompañaba en el balcón con la serpiente y a Carlos por sus innegables innovaciones en la coctelería. Solo los más conservadores serían incapaces de apreciar la aportación del espárrago triguero al daiquiri y la contribución del fairy en los cócteles, no después de vaciar las copas sino antes.

Para compensar ese papel de vecino disoluto, asumí la presidencia de la comunidad dos veces en diez años. No era mi comunidad de vecinos muy dada al método de la rotación presidencial sino que prefería la elección simple y directa. Era un campo abonado para hacer carrera presidencial a lo Juan Cuesta, pero conseguí ser uno más del núcleo de potenciales presidentes sin destacar por voluntarista ni por escaqueado. En mis presidencias, la vida de aquella peculiar comunidad se agitaba aun más, con sucesos bastante infrecuentes. Como ejemplos destacados en el lado negativo, tuve que tratar con una inundación, la resistencia contra el fast-fuck que se instaló en el 5º y un suicidio. No es que el presidente de la comunidad sea una autoridad en casos como este, pero así debieron pensarlo los vecinos que me llamaron para urgirme a que volviera del trabajo para llegar al levantamiento del cadáver. Para compensar, como anécdotas simpáticas tuve que aprobar una retransmisión en directo de un evento del COGAM y fui invitado a una actuación de Amaral en el patio de la finca para la celebración del primer aniversario de Kiehl's.

Estoy seguro de que dejo a más de uno con ganas de que desarrolle con más detalle el tema del fast-fuck. Y, desde luego, que da para desarrollar. Pero no mucho más que las costumbres de mi primer vecino del tercero, que provocó un incendio haciendo una barbacoa con fuego real en la cocina y protagonizó una lucha armada con su mujer en el rellano, probando que una botella rota de cristal es defensa eficaz contra un cuchillo.

Ese pequeño piso, al que me mudé sin más mobiliario que una cama, un sillón hinchable de Ikea y una mesa y dos sillas traídas de mi antiguo dormitorio, se acabó convirtiendo en un hogar compartido, cada vez más digno pero menos adecuado por la falta de espacio. Eso me brindó la oportunidad de volver al mercado hipotecario, con la burbuja recién explotada. 

Desde aquel frío 7 de febrero en que dormí por primera vez en mi casa, arrancando en mi padre las primeras lágrimas que recuerdo, celebro todos los años el día de la independencia. Ese mismo día, unos pocos años después, nació mi sobrina mayor y tengo dos cosas que celebrar.

Hoy no hay blues. No toca.

domingo, 25 de marzo de 2012

El robot milagroso

La cosecha de Rioja de 1972 está clasificada como regular. Los Juegos Olímpicos que se celebraron ese año pasaron a la historia por un acontecimiento extradeportivo especialmente sangriento. España no llegó a cuartos de la Eurocopa de Bélgica. Murió Clara Campoamor...

En ese entorno de noticias negativas, el 1972 alumbró un par de creaciones que marcaron una época de la televisión. En España, Chicho Ibáñez Serrador estrena "Un, dos tres... Responda otra vez", el gran programa-concurso-espectáculo de azafatas buenas y humoristas malos. Siento ser duro con esto, pero nunca me he reído con Arévalo, Ozores, la Bombi, el dúo Sacapuntas o Ángel Garó. De hecho, embarran la labor de algún grande que pisó el programa como Eugenio, Gila o Tip y Coll.

El mismo año, pero a miles de kilómetros, en una isla del Pacífico Norte, se adapta para la televisión el manga Mazinger Z. A priori se trata de una serie más de dibujos animados. Para mí, mucho más que eso, la serie de referencia de mi infancia. No es que tenga tantos elementos diferenciales frente a otras, pero fue la primera de su estilo que yo recuerde que se emitiera en España y a mí resultaba imposible despegarme del televisor. Bueno, no siempre. Mi tía Encarna, que hace el papel de la abuela que nunca tuve, me recuerda cada vez que la veo lo que yo decía de pequeño cuando veraneaba en el pueblo. Era algo como "yo no sé a qué hora ponen las cosas en la tele aquí en el pueblo porque siempre me las pierdo". No hay televisión que gane al juego real, al de la calle con los otros niños. Al menos, para mí, no la había.

Muchas películas, series o animaciones de ciencia-ficción han creado su estética. Es necesario crearla porque, claro, es difícil copiar el futuro. Todo lo más que se puede hacer es copiar la idea que otros ya han tenido del futuro. Mazinger Z tiene algunas características clásicas del género. Una tropa de soldados al servicio de un malvado debe tener un uniforme al nivel de su creador. Aquí la serie puntúa alto porque al toque futurista le mezcla un sabor grecorromano, gracias a los cascos metálicos y unas faldas militares muy al estilo macedonio. También entre los elementos clásicos está el hecho de que los malvados utilicen una plataforma submarina para todas sus operaciones, incluyendo el centro de I+D. Este tipo de malos, con vocación de maldad universal se sienten mejor ubicados bajo el agua que sobre la tierra de un país concreto, teniendo que esforzarse por diferenciarse de los malillos locales.

No es extraño tampoco que el líder de los malvados sea un científico corrompido. Son sus propios conocimientos de la ciencia y de la técnica los que le permiten diseñar las armas que utilizará su ejército, y que bien podrían denominarse armas de destrucción masiva. Un último detalle habitual es que el líder de los malos resida en algún lugar oculto y realice todas sus ignominias a través de un lugarteniente que recibe directamente todas sus órdenes por videoconferencia, un CEO en jerga empresarial. Aquí es donde la serie contribuye a la historia del género con su innovación más original, la figura del malvado ejecutor, el Barón Ashler, un ser mitad hombre, mitad mujer. La serie nos presenta a alguien cuyo rostro está dividido en dos mitades, de distinto sexo y cuya voz es masculina y femenina al tiempo. En mi tierna infancia, nunca me pregunté cómo habrían resuelto el hecho de que el Barón tuviera que desnudarse en escena. Más adelante fue un tema recurrente de mi imaginación.

Para conquistar el mundo, el Dr. Infierno ha diseñado un serie de brutos mecánicos que destruyen todo cuanto encuentran a su paso. El Dr. Infierno es un ingenuo, más versado en ciencias Físicas que en Económicas, que ignora que para su propósito de conquistar el mundo son más útiles el FMI y Moody's que su ejército de robots. El barón Ashler, cuyo éxito -e incluso cuya vida- depende de satisfacer los deseos de destrucción y conquista de su presidente maneja a su antojo todas las innovaciones técnicas a su alcance, pero un robot construido con aleación Z, alimentado por energía fotónica y manejado por el adolescente Kabuto defiende al mundo de todos los ataques.

La estética de Mazinger Z resistió para mí intacta el paso del tiempo, hasta llegar idealizada a mi madurez. Mazinger Z me acompaña en mi ropa, ha sido motivo de uno de mis difraces de fiesta y, ya recientemente, una reproducción bastante fiel -y traída personalmente de Japón por alguien también muy importante para mí- ocupa un lugar de privilegio en el salón de mi casa. A pesar de que creo que no hay que encariñarse de los objetos sino concentrar esa emoción para los seres vivos, esa miniatura articulada es para mí, tal vez, mi objeto más querido. Quizá porque su realismo y su movimiento le acercan al mundo de los vivos, si es que se puede considerar vida a la de un robot. Tanto es mi apego por este pequeño Mazinger Z que el mayor cabreo de mis últimos años fue al descubrir que había desaparecido un puño del robot. Quien limpiaba el polvo accionó involuntariamente el mecanismo que liberaba el puño y este debió volar como el del auténtico robot milagroso hasta alojarse bajo un sofá al no encontrar enemigo al que golpear. Descubrir a Mazinger mutilado arrancó en mí un ataque de ira del que tardé en recuperarme. Ahora, para prevenir una recaída, lo escondo cuando anticipo algún peligro para su integridad.

El terror, la maldad, Koji puede controlar. Y con él su robot, Mazinger...
¡Feliz 40 cumpleaños, Mazinger Z! Te dedico un blues.


sábado, 24 de marzo de 2012

Ocio de bajo coste

Las casualidades no existen. ¿O sí? Esta mañana del sábado previo a mi cuarenta cumpleaños he ido a Makro. Para quienes no lo conozcan, Makro era el "economato" por excelencia, el antecesor de las grandes superficies, teóricamente reservado para profesionales, ya que funciona con un modelo de socios. En una época en que la cantidad de productos disponibles en el mercado -especialmente en el mercado español del post-franquismo temprano- era bastante escasa, Makro era el refugio del comprador compulsivo. Makro era algo así como un arca de Noé de los productos de consumo.

Para un niño como yo, un día de compra en Makro era una excursión a un mundo fantástico en el que se vendían productos inexistentes en otros sitios y muchos artilugios fascinantes, que uno veía en bares o restaurantes o establecimientos del estilo, pero nunca a la venta. Hoy mismo hemos visto un futbolín. Es cierto que eso ya no es noticia. Pero hace treinta años, ver un futbolín en venta entre mesas y sillas para hostelería no era algo habitual. 

Volver a visitar Makro después de mucho tiempo ha sido una especie de viaje en el tiempo. Y como todo viaje en esa dimensión tiene un componente romántico y un componente decepcionante. La decepción es normal porque la imagen del recuerdo siempre está idealizada. Hoy, cuando el cuarto cinturón de Madrid está hilvanado de centros comerciales, no hay prácticamente nada que uno no pueda encontrar en otros sitios. Incluso, algunas secciones quedan pobres por comparación. Pero Makro conserva la magia de los envases al por mayor y del material de hostelería. Paquetes de 5Kg de macarrones, sacos de azúcar de 20Kg o botes de mayonesa donde cabe una cabeza siguen siendo dignos de ver. 

Esta visita nostálgica se habría quedado, muy probablemente, en una anécdota olvidada en poco tiempo. Sin embargo, hay algo que la hace digna de ocupar una de las 30 entradas de este blog. ¡Makro cumple 40 años! Es otro de los nacimientos del 72. Puede que haberme reencontrado con este compañero de quinta me haya hecho gastar hoy algo más de lo que debía en estos tiempos en que mi presupuesto para ocio ha sufrido más recortes que el gasto público.



Y, de repente, todo ha cobrado sentido. Makro me ha recordado aquellos tiempos en que mi familia vivía con austeridad, en parte por necesidad y en parte por vocación, esa vocación que ahora yo estoy buscando dentro de mí antes de que se convierta en necesidad. Aquellos fines de semana en que el ocio consistía en divertirse haciendo cosas que no costaban dinero, nosotros pasábamos días enteros muy cerca de Makro. Eran dos recuerdos que yo almacenaba separados pero hoy, al volver a casa por la Avenida de América y dejar a un lado esas explanadas de hierba donde nos revolcábamos, merendábamos y jugábamos al fútbol, se ha cerrado el círculo.

Esas explanadas hoy están vacías y mal cuidadas, pero unas décadas atrás hervían de vida y el césped no tenía nada que envidiar al de muchos campos de fútbol. El lateral del ramal que da acceso al aeropuerto estaba plagado de pequeños coches aparcados. Nuestro Renault 5 no desentonaba en absoluto entre aquellos viejos Ford Fiesta, Simca 1200 y Seat 600 u 850. Nosotros solíamos ser de los madrugadores y evitábamos los problemas de aparcamiento que llegaba a haber. En el maletero no faltaba ninguno de los productos básicos para un domingo completo: la comida, con la opción de alguna bebida más suculenta que el agua diaria, la merienda y, por supuesto, ¡el balón! 

La principal razón por la que allí nos juntábamos unas cuantas familias es porque, a pesar de su notable inclinación, aquellos campos eran ideales para jugar al fútbol. También se disfrutaba tumbado en el césped a la sombra de los pinos, pero aquella hierba tan bien cuidada era una delicia donde compartir horas de deporte con desconocidos. Primero cada grupo familiar o de amigos empezaba a jugar por su cuenta, pero pronto se improvisaban grandes partidos en los que todos jugaban intentando marcar gol en porterías ficticias marcadas con algún árbol o, peor aún, con bolsas de ropa. En aquellos equipos jugaban pequeños y mayores, padres e hijos. Se jugaban partidos interminables en los que solo se respetaba la hora de la comida para reunirse con las madres, que habían pasado la mañana haciendo "labores" o escuchando la radio y las hijas, que habían empleado el tiempo en jugar a la comba o a la goma.

Ni cualquier rincón estaba explotado comercialmente como ahora, ni los asiduos del lugar tenían costumbre o posibilidades de consumir demasiado. Por eso, todos los que acudíamos a los "campos del aeropuerto" llevábamos nuestras neveras portátiles, nuestros accesorios de pícnic y todos nuestros complementos. Hoy, alcanzar niveles parecidos de diversión requiere unos cuantos euros en comida, bebida, equipación deportiva profesional, selección de productos multimedia... Y cuando hoy vemos a alguien en la Casa de Campo repetir nuestros antiguos comportamientos, nos parece casi tercermundista. No tanto por sus pieles más oscuras, sino por su actividad impropia del siglo XXI.

Lástima que a veces tener más solo sirva para hacernos menos libres...


viernes, 23 de marzo de 2012

Con mensaje

Desde hace unos pocos años, hay una discusión recurrente entre un grupo de mis mejores amigos sobre cuál es el más friki de todos. Para mí no existe ninguna duda de la clasificación y en un grupo de tanto nivel, creo que ocupo uno de los puestos bajos, luchando dignamente por la permanencia. No por acaparar yo solo todo el protagonismo de este blog, sino por salvaguardar su intimidad, no daré detalles de sus nombres ni de sus méritos.

Tengo una afición que me hacer ganar puntos en esa competición, lo admito. Sigo creyendo que aun no me lleva a los primeros puestos, pero recurrentemente es utilizada para intentar auparme en la clasificación. Es mi pasión por lo que yo llamo canciones con mensaje. En el número del Homenaje a Manuel Darío, de Les Luthiers, se dice sobre el cantautor que "sus canciones tristes son para llorar y sus canciones alegres, también son para llorar". Bueno, eso mismo podría decirse de algunos de los grandes artistas que nos han dejado canciones con mensaje.

Para empezar con algo fácil, que cualquier pueda ubicar, empezaré por un gran conocido. Encuadrado en esa categoría, y ocupando un puesto importante, tengo a un genio del mensaje: el gran Georgie Dann. Como ya he tenido que defender esta tesis muchas veces, imagino la reacción de la mayoría de los lectores. Pero sí, Georgie Dann ha hecho mucho por la música con mensaje. Es cierto que a todo el mundo le vienen a la cabeza dos palabras en esta situación: barbacoa y chiringuito. Bueno, alguno también se acordará del negro. Música pegadiza, baile fácil y letra vacía, ¿verdad? Pues nada más lejos de la realidad. Las letras de Georgie Dann encierran mucho más mensaje del que parece. Porque todo el mundo recuerda "el chiringuito, el chiringuito". Pero ¿quién recuerda el menú que se sirve en ese chiringuito? "Conejo a la francesa, pechuga a la española y almejas a la inglesa". ¿Hay mensaje o no hay mensaje?

¿Y qué decir de las letras de "El soltero"? No la voy a reproducir aquí, solo recomendaré encarecidamente una audición pausada y atenta de esta canción. Y no solo de esta, de "La duchita" o de "El amor hay que hacerlo a la mañana". ¿Alguien sigue pensando que no hay mensaje? Georgie Dann, un hombre proclamado rey sin igual de la canción del verano que tiene el atrevimiento de parodiarse a sí mismo con un tema que repite "Me cago en el veraneo". No creo que haga falta defenderlo más, pero solo añadiré para quienes piensen que este hombre está acabado, que es de otra época, que en 2010 creó "La gallina cha-cha-cha". El gran mérito de Georgie Dann es deslizar mensajes de semejante calado en música veraniega pegadiza. Un adelantado de la pedagogía moderna. Y, centrado como estoy aquí en el mensaje, no me extenderé en otras dos grandes aportaciones suyas: sus bailes con requiebro y haber introducido bailarinas en tanga por primera vez en la historia de la televisión española.

Menos conocido, pero posiblemente, el artista más grande que este país le ha dado a la música con mensaje es Cecilio. Es cierto que hay otros autores de temas tan brillantes o más que los suyos, pero ninguno ha mantenido un nivel tan alto en una producción larga. Cecilio ha colocado en el mercado ¡21 cintas de cassette! Eso es fácil para los artistas facilones, pero no para los creadores más sesudos. Cecilio, un visionario donde los haya, escribe hace más de diez años "que yo no quiero euros, que yo quiero pesetas". Solo por este mensaje, respaldado por un premio Nobel como Paul Krugman, Cecilio ya debería pasar a la historia. 

Cecilio, un hombre enamorado de su tierra, ha cantado a "Navalmoral de la Mata", a "Cordobita la Llana", "a Extremadura"... Pero como declara en uno de sus temas, "soy ciudadano del mundo y no lo puedo negar". Sus inquietudes traspasan las fronteras de su pequeña patria. Y canta "Qué bonito es Tarragona", "Barcelona bonita", "Málaga bella", "Me gusta mucho el Peñón", "Las Islas Baleares", "Quiero vivir en Canarias" e incluso se atreve a cruzar el Atlántico y cantar "Por las calles de La Habana". Un genio de los versos octosílabos, con especial predilección por la copla, estrofa que utiliza como vehículo para gran parte de sus mensajes.

Conocido por su estilo más provocador, alejado de la ingenuidad casi naif de "Tiene una cosa mi novia" de Cecilio, destaca El Payo Juan Manuel. El Payo se atreve, por un lado, con clásicos de la talla de "Una vieja y un viejo van a Albacete". Enfrentarse a ese reto tiene un indudable mérito en sí mismo. Pero es en sus composiciones propias donde saca lo mejor de sí mismo, jugando con temas sexuales tratados, generalmente, con palabras llanas que llegan fácilmente a su público. Es un tema en el que los cultismos no ayudan a difundir los mensajes. Así, uno de sus temas estrella cuenta la historia de una chica que visita al médico porque le pica "El mejillón". Qué duda cabe que se trata de un tema delicado que la mayoría de los artistas han pasado por alto, tal vez, por falta de compromiso. En la misma línea metafórica cuenta con "La almeja" y "La butifarra", esta, no obstante, abriendo el repertorio fuera de la fauna marina.

Aun más comprometidas son sus canciones sobre temas más marginales como "El prostituto", "Grifa" o "Cambio de sexo". Destaca El Payo aquí por el valor, la franqueza y, al tiempo, la sencillez de sus letras en temas tan delicados. Es normal que tenga que liberar esa tensión con temas luego algo más relajados como "Me corro, me corro" "Paja, paja" o "¡Qué golfo soy!" Bien merecido lo tiene.

He intentado hacer aquí mi propio podio de artistas del mensaje. He valorado muchas cualidades para realizar esta selección y me ha costado dejar fuera a otros muy grandes, como Luixy Toledo, Los dos españoles, Dandy Salomon o Deme, el castellano. Sí quiero hacer mención a un hombre que pasará a la historia por sus grandes virtudes en el mundo del deporte y no por su contribución al mundo de las canciones con mensaje, a pesar de haber cantado "Todos los fusibles se rompieron a la vez". Se trata de Johan Cruyff y admito que no capto todos los matices del mensaje de su canción al estar cantada en holandés. Pero sé a quién pedir ayuda.

Para no saturar con tanto mensaje, un blues instrumental.