Hay bastantes cosas en las que no he sido muy precoz. Ya contaba al empezar la serie que tardé, por ejemplo, en descubrir el gusto por la música. Pero, tal vez el propio descubrimiento tardío hace coger las cosas con más ganas. Eso es lo que me ocurrió también con las motos.
En los veranos de mi adolescencia todos teníamos alguna bicicleta. Si no la tenías te quedabas marginado, así que todo el mundo se hacía con una, mejor o peor. Unos pocos privilegiados llegaron pronto a conseguir una con marchas. La mayoría usábamos una BH hecha con el mismo metal que los blindados militares. Al menos por el peso eso parecía. Con esas bicis recorríamos el pueblo y alrededores y hacíamos también incursiones puntuales a otros pueblos.
Si tener una bicicleta con marchas era un lujo, la Vespino entraba dentro del terreno de lo fantástico. Ninguno de nosotros tuvo nunca una. No quiero decir que no hubiera ninguna en el pueblo. No llegaba la miseria a esos extremos, pero nadie que la tuviera tenía confianza conmigo como para dejarme probarla.
Con ese pasado, bastante distante del de la familia Nieto, un día con los 27 años recién cumplidos, decidí comprarme un ciclomotor, todo lo que entonces podía conducir sin el carnet de moto. Lo compré después de haberme deshecho del coche-reliquia que había heredado de mi padre porque era incompatible con mi nuevo domicilio en el barrio de Chueca. Cuenta la leyenda que una vez un conductor aparcó su coche allí en menos de diez minutos. Pero al no conseguir entrevistarme con el maravilloso protagonista de aquella leyenda para conocer el secreto, preferí canjear el coche por dinero efectivo.
Después de un par de meses utilizando exclusivamente el transporte público, sentí la necesidad de mejorar los tiempos de desplazamiento a la oficina, que no estaba lejos pero sí sorprendentemente mal comunicada. Y, justo después de que una compañera y amiga lo hiciera, me animé yo también a motorizarme y me puse a buscar anuncios de ciclomotores de segunda mano. Ahí descubrí que le llevaba diez años al vendedor medio de este tipo de vehículos. De hecho, en algunos casos, me la enseñaba el hijo pero negociaba con el padre.
Elegí sin demasiado criterio una que me parecía que mantenía un buen estado y, sin ningún tipo de experiencia previa, me lancé a las calles de Madrid estrenando casco. No aguanté más de diez minutos circulando detrás de los coches. Así de fácil resultaba eso de moverse sobre aquella pequeña máquina. Y de una manera tan poco romántica, yendo todas las mañanas a trabajar me adentré en el mundo de las motos.
Cuando solo llevaba unos meses con ella pero ya la sentía como imprescindible, me la robaron. Las circunstancias en las que ocurrió aquello me hicieron abandonarme al destino y relajarme en cualquier medida anti-robo. Si me la podían quitar a las 9 de la mañana, atada en la puerta de la garita del vigilante de la oficina, donde la dejé durante solo un cuarto de hora porque tenía que volver a salir con ella, para qué molestarse demasiado.
Sentí un enorme desasosiego, no por el robo en sí, sino por quedarme sin el medio de desplazamiento que más libertad me daba y que más tiempo me ahorraba. Padecí síndrome de abstinencia durante semanas y no encontraba mi metadona. Sentí que tenía que ir un paso más allá y me saqué el carnet de moto, de modo que al final de aquel año volvía acudir al mercado de segunda mano para buscar una moto de 250cc. Llegué justo a tiempo, porque en aquel final de año empecé una aventura profesional en Alcobendas y necesitaba imperiosamente recuperar mi movilidad.
Con aquella moto podía hacer muchas más cosas que con la anterior, por lo que pensé que no hay mal que por bien no venga y casi agradecí que me hubiera desaparecido el ciclomotor, que nunca apareció, por cierto. Con ella fui a trabajar todos los días, con lluvia, con frío, con viento, con nieve... No importaban las condiciones. Me acompañaba a todos lados. Pero sentía que esto de ir en moto podía utilizarse para algo más que ir a trabajar o recorrer la ciudad.
Entonces el destino me puso una oportunidad en forma de unos notables ingresos extraordinarios gracias a un trabajo de freelance que además me permitió conocer vagamente Santiago de Chile. Empleé aquel dinero extra en cambiar de moto y dar el salto a algo más potente, una Diversion 600, una moto dócil pero divertida con la que, ahora ya sí, me convertía en "motero". En poco más de un año compraba mi tercera moto, esta ya nueva.
Entonces fue cuando alguien me dijo que las motos son como la droga. Cada vez te metes más y es muy difícil dejarlas. Yo lo creí porque mi propia experiencia lo avalaba. Lo que había sentido cuando me robaron el ciclomotor era algo físico. Y la sensación de aceleración de mi nueva moto también era una fuente de placer físico. Con aquella moto tuve tantas anécdotas que daría ella sola para ser la protagonista de este blog y acabaría sintiendo celos de ella. Así que solo diré que me hice mi primer viaje largo con ella saliendo en agosto a las 4 de la mañana hacia Santander. Al final, improvisé un Madrid-Santander-Barcelona-Cullera-Madrid en diez días, mi debut como rutero.
Aun di un salto más y compré una segunda moto de 600, esta algo menos dócil pero más divertida. He sobrevivido a todas y siempre utilizo una frase un poco macabra cuando me hablan del peligro de ir en moto: "con el tiempo que he ahorrado yendo en moto, si me matara ahora mismo, sentiría que ya lo he amortizado". Sí, ya he dicho que es macabra. A lo mejor me hace falta un susto de los buenos para dejar de decir tonterías, pero siento que mi vida ha sido la que es, en parte, por las motos. Y no la cambiaría. No renunciaría a esos paseos por Rascafría en los días soleados de primavera; a esos aperitivos en San Martín de Valdeiglesias o en Chinchón. A esas paradas para agarrar un café caliente con las manos a mitad de la Sierra de Guadarrama.
Dicen que hay dos tipos de moteros, los que se han caído y los que se van a caer. Yo soy de los primeros. Me he caído con todas y cada una de las motos que he tenido. Debo ser más torpe que la media. Pero en todas las ocasiones, salvo en una, me levantado como si nada y he seguido circulando. En esa excepción sufrí un poco más, perdí la moto por unas semanas y una rodilla todavía me recuerda, de vez en cuando, que fue aplastada entre un coche y el depósito de mi moto. Me dolió no solo por mi rodilla sino porque no iba solo. No son formas de empezar una relación... ¿O sí? Ese es de los pocos dilemas morales interesantes que no toca Craig Bourne en su libro "Pensamiento y motocicleta". Gran libro para iniciarse en la filosofía moral a través de ejemplos relacionados con las motos.
Mientras tanto, ahí veo marchar otro Easy Rider...
http://www.youtube.com/watch?v=p-zXX9RYdBs
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