lunes, 26 de marzo de 2012

Por una vivienda digna

Dice la Constitución de 1978 en su artículo 47: "Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación."

Viendo el panorama actual cuesta creer que los poderes públicos se estén tomando en serio este artículo. Lo que me da que pensar que pueden tomarse con la misma seriedad este que cualquier otro. Yo puedo sentirme bastante afortunado porque disfruto y he disfrutado de una vivienda digna y adecuada, las dos cosas. Es cierto que tengo mis dudas de que esto haya sido gracias a los poderes públicos, pero no soy yo quién para quejarme.

En uno de esos arrebatos de ahorro que tengo cuando visualizo un objetivo, cedí el control presupuestario a la hormiguita que llevo dentro y reuní el dinero suficiente para emanciparme tras adquirir, vía hipotecaria, mi primera vivienda digna y adecuada. Ese es el momento, por cierto, en que empecé a tratar con los bancos en serio. Hasta entonces tenía una cartillita con unos ingresos y de donde iba sacando para mis gastos, siempre menos de lo que ingresaba, que esto del déficit es muy peligroso. La búsqueda de vivienda me llevó unos meses, pero difícilmente pudo ser mejor. Un par de años después de que Chueca se autoproclamara el barrio gay de Madrid, me instalé en el epicentro mismo de ese movimiento, cuatro plantas por encima de la sede del Colectivo Gay de Madrid (COGAM).

Esta ubicación priveligada me proporcionó una serie de ventajas. En primer lugar, en los bajos del edificio disponíamos de una cafetería abierta al público con un horario no demasiado extenso. En segundo lugar, mi autoestima subió en unos meses como la prima de riesgo mediterránea. Recuerdo especialmente una noche en que yo bajaba la basura y el portal estaba lleno con los últimos en abandonar la cafetería -que disponía de una puerta directa a la calle y otra a través del portal-. Nunca he recibido tantos piropos en tan poco tiempo. Es más, creo que nunca he recibido tantos piropos. Y, por último, tal vez por algún efecto de atracción, se concentraba en aquel pequeño edificio un grupo de vecinos que habrían dejado a 13 rue del Percebe en una comunidad anodina. De entre ellos, me quedo con el enterrador (quiero decir, trabajador de una funeraria) que me tiraba los trastos. Y es que una de las primeras veces que subimos juntos en el ascensor me invitó a tomar "una copa de cava fresquito" en su casa. Que si hubiera sido una cerveza habría aceptado... Es posible que alguien esté tentado de pensar que eso no es tirar los trastos sino buena vecindad y que fueron imaginaciones mías. Por elegancia, debo omitir las pruebas que refutan esa teoría.

Corroborando el derecho mencionado en la Constitución, la vivienda era, además de digna, adecuada. Adecuada especialmente para la celebración de fiestas. Mi vecina de abajo era sorda. Se habría enterado de una explosión nuclear por el calorcito, pero nunca por el ruido. Uno de mis vecinos de al lado sí oía, pero solo antes de morir. Y mi otro vecino de al lado, oía y vivía, pero dormía en una parte de su casa que, al ser mucho más grande que la mía, estaba muy lejos de la zona de fiesta. Hubiera sido un pecado no aprovechar esas condiciones y aquel pequeño piso de Fuencarral fue sede de fiestas inolvidables: varias fiestas temáticas (fiesta play-back, fiesta de la pasión, fiesta cuéntame, fiesta del delantal...); unas cuantas ediciones de la cocktail party y algunas otras fiestas sin más, organizadas o improvisadas. Y en todas estas fiestas se violaba una ley de la física: En lugar de distribuirnos por el espacio, tendíamos a concentrarnos todos en la micro-cocina. Ahí se acuñó la frase "la cocina de Peñasuki mola mogollón". Teníamos un truco para aumentar al máximo el número de ocupantes de la cocina, un truco muy interesante, por cierto.

De esas fiestas quedan muchos más recuerdos que fotos, algo de lo que seguro que todos los asistentes nos alegramos. Y de esos recuerdos tengo mucho que agradecer a Diego y su versión del Carabirubí, a Alex y su delantal de langostas luminiscentes, a Raúl por ser el único que me acompañaba en el balcón con la serpiente y a Carlos por sus innegables innovaciones en la coctelería. Solo los más conservadores serían incapaces de apreciar la aportación del espárrago triguero al daiquiri y la contribución del fairy en los cócteles, no después de vaciar las copas sino antes.

Para compensar ese papel de vecino disoluto, asumí la presidencia de la comunidad dos veces en diez años. No era mi comunidad de vecinos muy dada al método de la rotación presidencial sino que prefería la elección simple y directa. Era un campo abonado para hacer carrera presidencial a lo Juan Cuesta, pero conseguí ser uno más del núcleo de potenciales presidentes sin destacar por voluntarista ni por escaqueado. En mis presidencias, la vida de aquella peculiar comunidad se agitaba aun más, con sucesos bastante infrecuentes. Como ejemplos destacados en el lado negativo, tuve que tratar con una inundación, la resistencia contra el fast-fuck que se instaló en el 5º y un suicidio. No es que el presidente de la comunidad sea una autoridad en casos como este, pero así debieron pensarlo los vecinos que me llamaron para urgirme a que volviera del trabajo para llegar al levantamiento del cadáver. Para compensar, como anécdotas simpáticas tuve que aprobar una retransmisión en directo de un evento del COGAM y fui invitado a una actuación de Amaral en el patio de la finca para la celebración del primer aniversario de Kiehl's.

Estoy seguro de que dejo a más de uno con ganas de que desarrolle con más detalle el tema del fast-fuck. Y, desde luego, que da para desarrollar. Pero no mucho más que las costumbres de mi primer vecino del tercero, que provocó un incendio haciendo una barbacoa con fuego real en la cocina y protagonizó una lucha armada con su mujer en el rellano, probando que una botella rota de cristal es defensa eficaz contra un cuchillo.

Ese pequeño piso, al que me mudé sin más mobiliario que una cama, un sillón hinchable de Ikea y una mesa y dos sillas traídas de mi antiguo dormitorio, se acabó convirtiendo en un hogar compartido, cada vez más digno pero menos adecuado por la falta de espacio. Eso me brindó la oportunidad de volver al mercado hipotecario, con la burbuja recién explotada. 

Desde aquel frío 7 de febrero en que dormí por primera vez en mi casa, arrancando en mi padre las primeras lágrimas que recuerdo, celebro todos los años el día de la independencia. Ese mismo día, unos pocos años después, nació mi sobrina mayor y tengo dos cosas que celebrar.

Hoy no hay blues. No toca.

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