jueves, 8 de marzo de 2012

Bajo el mar

En una pequeña cala de Calpe, me vestí por segunda vez en mi vida un traje de neopreno. La primera había sido un año antes para hacer "rafting" en la Noguera Pallaresa. Recuerdo bastante bien las fechas porque en la primera vez yo lucía un pelo abundante, tanto en cantidad como en longitud y en la segunda ya lucir, lucir, no lucía nada. Entre medias había tenido lugar mi cambio de "peinado" al que, con ligeras variaciones, me acompaña desde entonces.

Estamos, entonces, en aquella pequeña cala, con el agua a la altura del pecho, vestidos con nuestros neoprenos y equipados con un montón de artilugios, alguno de ellos importante porque debe permitirnos respirar sumergidos. El instructor nos dice que nos pongamos el regulador en la boca, metamos la cabeza y respiremos tranquilamente. De repente, todos los recuerdos de las clases de natación, que odiaba de pequeño, me vuelven de golpe. Meto la cabeza en el agua y comienzo a respirar desesperado como si me faltara el aire. Puedo verme los pies apoyados en el suelo con las aletas calzadas, vamos que peligro, peligro no hay. Aun así, no consigo calmarme. Saco la cabeza y el instructor nos pregunta qué tal nos hemos sentido. Le confieso que un poco agobiado y me contesta que es normal. El cerebro sabe que no se puede vivir sumergido y hay que engañarlo para que se sienta tranquilo. Me sugiere que repita el ejercicio. Lo hago, empezando bastante nervioso y me voy tranquilizando poco a poco hasta que me siento totalmente a gusto.

Así comenzó mi historial de buceo. Desde entonces, pasadas las 300 inmersiones, en muy pocos momentos me he sentido agobiado debajo del agua. Una vez, y ya con bastantes buceos registrados, tuve que abortar una inmersión después de una secuencia de percances porque no me sentía a gusto y debía bajar solo a encontrarme con el resto del grupo con un regulador de recambio después de fallar el mío. La otra, a unos 35 metros de profundidad, después de nadar a toda velocidad persiguiendo la sombra de un tiburón martillo, cuando alcancé la fatiga respiratoria. Si quito esas dos excepciones de las, aproximadamente, 325 inmersiones que he hecho, el resultado es más que satisfactorio.

En estos 12 años, he tenido la inmensa fortuna de bucear en casi toda España, en el Cantábrico, el Atlántico y el Mediterráneo. En la Península, en las Baleares y las Canarias. En el Mar Rojo, en el Índico y en el Indopacífico. He buceado en arrecifes de coral y fondos de arena; entre restos de plataformas petrolíferas; en barcos hundidos; en puertos; entre bosques de algas; en praderas de posidonia... ¡Hasta en un delfinario! He usado trajes cortos, monos, trajes de dos piezas, de todos los grosores; he bajado con traje seco. He respirado de botellas de acero y de aluminio, de 10, 12, 15 y hasta de 18 litros. He seguido a guías españoles, italianos, belgas, malayos, indonesios, filipinos, egipcios, chilenos...

Estar debajo del agua puede llegar a ser adictivo. Aparte de la notable ventaja de que tus acompañantes no pueden hablar, y según quién te acompañe eso es, indudablemente, una ventaja, sumergido en el agua sientes la ingravidez. Eso por sí mismo ya es motivo más que suficiente para bajar, aunque sea en una piscina. Todo transcurre a otra velocidad. Es como los paseos espaciales que hemos visto de pequeños, los auténticos, los de ficción y los que siempre se dudará si son reales o ficticios. Puedes estar boca arriba, boca abajo, horizontal o vertical, hecho un ovillo, exprimir el ingenio buscando cualquier postura... Y siempre flotando. En las inmersiones nocturnas, esta sensación es mayor todavía. Para eso hay que apagar el foco y apartarse un poco del resto, por ejemplo, dejar que el grupo gire detrás de una roca y esperar unos segundos antes de seguirlos. Así, flotando suspendido, en total oscuridad, he tenido la mayor sensación de paz de mi vida.

Moverse en el agua flotando tiene también algunas limitaciones, claro está. Especialmente cuando es la propia masa de agua la que se mueve respecto al fondo, con corrientes, mar de fondo... El ajuste fino en los movimientos es complicado. Hay que acostumbrarse a la inercia de los movimientos en el agua. Iniciar cualquier acción en el agua es siempre más lento que en superficie, pero también parar es más complicado. No hay nada peor para moverse con soltura en el agua que los movimientos bruscos, que llevan a constantes correcciones. Esta sensación de torpeza que todos hemos sentido alguna vez provoca también buenas risas cuando uno está presenciando las maniobras.

Y combinado con la placentera sensación de flotar, uno disfruta de la naturaleza sumergida de una forma que no se puede hacer en ningún otro hábitat. Una de las cosas más maravillosas del buceo es que los peces no huyen a esconderse inmediatamente en cuanto uno entra al agua. En un bosque, en cualquier otro entorno natural en tierra (lo de natural excluye los parques zoológicos y similares) los animales tienden a esconderse inmediatamente. ¡Si hasta los conejos de la Casa de Campo son huidizos ante los corredores! En cambio, en el agua, los animales no huyen del buceador. Fundamentalmente, porque sus movimientos ya delatan una torpeza siempre mucho mayor que la de cualquier animal del medio. Eso no significa que todos los peces se vayan a dejar tocar o coger, pero a todos los puedes ver sin tener que ser tú el que te escondas, como en esas casetas de madera de los humedales construidas para observar las aves acuáticas. No, tú te puedes sentir realmente dentro de su hábitat.

Y tengo que decir que en todo este tiempo solo he presenciado dos ataques a humanos por parte de la fauna marina. En una ocasión, en el Mar Rojo, un buceador del grupo fue embestido varias veces por un pez ballesta titán, un bicho de unos tres palmos de largo, hasta que lo hizo salir del agua. Este es el pez del que más veces he escuchado ataques a buceadores, la mayoría muy leves y solo un caso un poco más grave en que atraído por el flujo de las burbujas del regulador, un ballesta titán mordió a una chica y le arrancó un trozo de labio. El segundo caso que presencié, realmente que sufrí, fue el mordisco de un pez payaso. Al pez payaso lo he visto morder en muchas ocasiones el dedo de algún buceador. Pero siempre en respuesta a un dedo acercado al pez provocándole para que muerda. Afortunadamente, el simpático pez payaso tiene el tamaño que tiene porque si midiera medio metro, sería imposible bucear en aguas cálidas. En esta ocasión estaba yo grabando un vídeo a una pareja de peces payaso (unos Amphiprion polymnus, por cierto unos bichos ¡monógamos y hermafroditas! ¿Paradójico?) cuando, de repente, uno salió de cuadro y mordió un dedo de la mano con la sujetaba la cámara. El pobre animal no podía hacerme ningún daño, pero del susto solté la cámara y yo sé de algunos que todavía hoy no paran de reírse.

Tanto hablar de agua me ha dado ganas de blues...


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