sábado, 10 de marzo de 2012

Ex nihilo nihil fit

Hay algunas circunstancias desagradables de la vida que llegan totalmente por sorpresa. Otras, en cambio, se pueden predecir. Hay señales que te lo van indicando. Primero, son señales sutiles que no sueles percibir porque tú sigues mirando al frente sin fijarte en los detalles. Poco a poco, esas señales se van haciendo más evidentes y algunos buenos observadores empiezan a darse cuenta. Otros tardan un poco más y se estampan contra la última señal. 

Andaba yo en una época de mi vida en que había señales de algo no funcionaba bien. Poseído por el espíritu del blues, en lugar de plantar cara, me dediqué a llorar mis penas ahondando en ellas. Conecté más que nunca con la tristeza esa de que hablaba el primer día, con esa tristeza que te hiela cuando Billie Holiday canta Don't Explain. Busqué profundizar más en esa tristeza y encerrarme morbosamente en ella. Ahora sé que, si acaso, eso hay que hacerlo con la circunstancia sobrevenida. Mientras pasan las señales aun hay margen de maniobra, el peligro se acerca, pero aún no ha llegado.

Era como si presagiara el desenlace y aun así me comportara como un espectador más. Yo seguía emperrado en alimentarme solo de esos estímulos negativos. Y sabía dónde conseguirlos.Le pedí a la persona adecuada que me recomendara un libro muy pesimista. Lo más pesimista que se le ocurriera. Tras unos segundos de duda, me aconsejó que leyera La Náusea, de Sartre. Empecé el libro con una paradójica ilusión pesimista. Ilusionado por tener ante mí algo tan pesimista que me debería hacer avanzar un par de pasos en la espiral negativa. 

Iba avanzando el libro y me sentía completamente defraudado. Aquello no me deslizaba por ninguna espiral. Bueno, podria pensar que esta decepción era algo negativo y, como tal, bienvenido. Pero ni siquiera fue así. De todos modos, continué, aunque ya sin tanta implicación. Y fui llegando al final de esta novela-diario-tratado filosófico. Y cuando lo terminé sentí una sensación de vacío incomparable. Hasta entonces no había sentido la nada. Por otra parte, es muy difícil describir o hacerle sentir a alguien la nada. El concepto puede estar más o menos claro, pero alcanzar la sensación, percibirla es una experiencia metafísica nada sencilla.

Aquel vacío no era lo que yo esperaba encontrar en un libro, cuando pedí consejo. Pero la experiencia fue tan intensa que me atrajo a la filosofía. Yo había sentido ya alguna inclinación hacia ella, pero leve. Nunca nadie me había hecho atractiva esta disciplina, aunque yo había disfrutado con algunos pasajes de los libros de texto del final del bachillerato. Fue Sartre quien me dio el empujón que necesitaba para profundizar. Así que, de golpe, encontré una motivación para seguir algo nuevo que me distrajo además de mi obsesión negativa. Curioso el resultado, ¿no? Uno busca el material más pesimista posible. Lo encuentra. No es exactamente lo que buscaba pero, en sentido estricto, es aun más pesimista. Y eso saca a uno del agujero. Así de fascinante es la vida.

Con ese afán de profundización tan académico que yo tengo -y que ya expliqué con el blues-, me matriculé en Filosofía en la UNED. Arranqué el primer curso con cuatro asignaturas: Antropología, Historia de la Filosofía, Griego y Francés. Cachonda la combinación de idiomas que elegí, ¿verdad? Pues cachondeo aparte, elegí Francés antes que Inglés en parte por aprender algo nuevo y en parte por preferir, llegado el momento de leer a un filósofo en su lengua- el racionalismo francés frente al utilitarismo británico. En el caso del Griego frente al Latín, fue una combinación similar, en la que el atractivo de Séneca me seducía menos que el de Aristóteles. Y, por supuesto, el encanto de utilizar un alfabeto nuevo.

Pero una carrera hay que saber estudiarla. Yo ya tenía una a mis espaldas -o en el bolsillo, más bien- y cambié de estrategia completamente. Ahora era el momento de aprender, no de aprobar. De la anterior salí con un título y unas notas más que aceptables pero con más sombras que luces. Y como tengo facilidad para alinear mis acciones con mis objetivos, aprendí, ya lo creo que aprendí. Pero llegaba la fecha del examen de Historia de la Filosofía y solo tenía preparado un tercio del temario. Eso sí, de ese tercio podía haber pasado horas polemizando con el propio Platón. Ahí me di cuenta de que mi ritmo no se iba a ajustar del todo al de un programa de estudios tradicional, que aprobar Historia de la Filosofía 1, 2 3 y 4 podía llevarme una década, y abandoné la carrera con Antropología y Francés aprobadas. En el griego también quise profundizar en lugar de examinarme. No es un chiste.

Seguí con el material de texto durante una temporada. También leí bastante por libre, algunos libros más accesibles y otras lecturas de las que no entendí ni una frase. Hoy, cuando paso por una gran librería, siento tal atracción compulsiva por comprar libros de filosofía que solo consigue vencer el sentimiento de culpa de todos los libros acumulados en casa y aun por leer.

El conocimiento práctico es divertido, útil, imprescindible para la vida. Nos sirve para conducir, atarnos los zapatos, abrir un envase tetraédrico de leche, poner un enchufe... El conocimiento abstracto sirve, como mucho, para desarrollar conocimientos prácticos a partir de él. Pero el placer que produce la comprensión de un concepto abstracto es uno de los placeres más puros de la mente que he experimentado.

Y durante todo este tiempo, de forma casi obsesiva, este blues...

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