lunes, 12 de marzo de 2012

Piel de conejo

En la España de los últimos 70 y primeros 80, cuando los libros de texto de primaria tenían más texto que ilustraciones, nos enseñaban en el colegio que el nombre de nuestro país hacía referencia etimológica a la abundancia de conejos en nuestros campos. Al parecer, Hispania, el nombre que los romanos daban al conjunto de las tres provincias que abarcaban la Península Ibérica derivaba en una palabra fenicia cuya raíz podía, su vez, derivar de 'conejo' y se interpretó el nombre de aquella región como 'tierra abundante en conejos'.

Sin embargo, si hoy se le pregunta a un español o a un extranjero por un animal que identifique a nuestro país, raramente a alguien se le ocurriría pensar en un conejo. Nuestro animal por excelencia, la imagen de este país, es el toro y, más concretamente, el toro bravo, el toro de lidia. Es verdad que para perpetuar la imagen de latinos fogosos, que de nosotros tienen algunos anglosajones, juega mucho mejor papel el toro que el conejo. Porque al toro se le puede asociar con la fuerza, con la bravura y, por algún doble tirabuzón metafórico, con la virilidad y el vigor sexual. Pero el conejo es un bicho huidizo y torpe que vive en agujeros. Eso sí, el conejo da un sabor genial a la paella y quién sabe si el español medio del siglo XXI no estará más cerca de ser huidizo y de vivir en agujeros que de correr por su prado llevando a gala su bravura.

Todavía en estos días algunos extranjeros siguen pensando que todos los españoles somos toreros. Deben pensar que en nuestros programas educativos ha sobrevivido a todas las sucesivas reformas la enseñanza del toreo. Hace exactamente un par de años, un sueco con el que compartía una reunión de trabajo me preguntó si en España todo el mundo toreaba. El comentario me pareció gracioso pero lo que de verdad me apetecía responderle era que sí, y a que él lo iba a torear también.

Yo no he toreado nunca pero he pasado algunos de los momentos más divertidos de mi vida entre toros. Unas fiestas patronales que se precien en España incluyen algún tipo de espectáculo taurino -es cierto que no he conocido ningunas fiestas en las que el conejo tenga una notable presencia, al menos fuera del plato-. Y en la Manchuela, donde mi familia hunde sus raíces, esto es una verdad casi universal. Unas fiestas de pueblo de ese rincón del sureste de la meseta tienen una serie de elementos imprescindibles y los toros están en esa lista en un puesto privilegiado. Es más, yo diría que casi todos los festejos están creados o adaptados alrededor de las actividades taurinas.

En mi pueblo había originalmente -y creo que hay aunque hace años que dejé de ir a las fiestas- tres actividades taurinas. En algún momento, la repercusión mediática de San Fermín llevó a implantar una imitación a escala de los encierros callejeros pero no terminó de cuajar por problemas logísticos y falta de tradición y se abandonó a los pocos años. Descontado ese intento fallido, esas actividades eran: el desencajonamiento -o 'descajone'-, el enchiquero y la corrida. 

Antes de dar algunos detalles de cada una, hace falta describir brevemente el entorno en que tenían lugar. Si no, los menos acostumbrados a salir de la gran ciudad corren el riesgo de imaginarse algo así como la plaza de Las Ventas como escenario de las anécdotas que contaré. La plaza de mi pueblo no era permanente. En terminología moderna, era más bien un espacio polideportivo -si aceptamos llamar a los toros actividad deportiva-o más bien multfuncional, con un aspecto  bien distinto en el periodo estival en que se desarrollan las fiestas patronales de San Roque y el resto del año. Días antes de que comiencen las fiestas, se monta la barrera con sus burladeros y los dos palcos construidos de manera permanente se completan con remolques que terminan de rodear la barrera alojando al público. Para hacer una descripción exhaustiva de un sitio tan peculiar necesitaría bastante más espacio, así que dejo una parte importante a la imaginación del lector.

Empezando por orden cronológico, todo comenzaba con un desencajonamiento, que consiste básicamente en que el camión con los toros que se van a torear durante las fiestas -antiguamente nueve toros a repartir en tres corridas- entra al medio de la plaza y, de uno en uno, se van soltando los toros para que el público tenga la primera toma de contacto con los animales que van a amenizar las fiestas de ese año. Desencajonados todos los toros, el camión abandona la plaza y la toma el público que comienza la primera parte de la fiesta. Se me había olvidado puntualizar que no se trataba de toros en sentido estricto sino de novillos y, en algunos casos, becerros. Esto se suele hacer a media tarde y los últimos rezagados abandonan el lugar ya cerca del anochecer. Con los 9 bichos en la plaza, hay quien se queda en su asiento del palco, quien permanece de pie en su remolque, los que prefieren estar en la barrera y los que quieren más diversión y saltan constantemente a la plaza o, más bien, están en la plaza y saltan al interior de la barrera cuando no queda más remedio.

Ahí practicábamos juegos como permanecer sentados en el suelo de la plaza y ver quién era el primero en levantarse cuando los toros se acercaban. O acercarnos a la manada por detrás y comprobar quién era el que se atrevía a acercarse más. Todos estos juegos no requerían más habilidad que correr y saltar a encaramarse a lo primero que uno considerara que lo podía proteger. El capote, la muleta y otros objetos similares estaban de más. Algunos tenían más vocación y preferían saltar con algún trapo de más o menos calidad para probar unos pases, pero eran los menos.

Las mañanas comenzaban en cuanto rompía el alba con los enchiqueros, es decir, encerrar en los chiqueros o toriles a los animales que han pasado toda la noche sueltos por la plaza o alrededores. Digo alrededores porque un toro sin gente alrededor es capaz de colarse por sitios insospechados y lo mismo podían estar dentro del círculo que delimita la barrera que por cualquier otra zona de todo el corral. Ahí precisamente reside la gracia de los enchiqueros. Varios toros libres por diferentes espacios que hacen que uno no se pueda sentir seguro en ningún sitio salvo en el palco. Esto además de fomentar esas cualidades físicas a las que me refería agiliza los reflejos y la mente. Un enchiquero es como una noche de copas, se sabe cuándo empieza pero no cuándo acaba. Todo depende del juego que den los novillos y de las ganas de cachondeo que haya ese día.

Y, por último, en tradicional horario de tarde, las corridas que, al contrario que desencajonamientos y enchiqueros, eran de pago. Para mí, esto era curioso porque yo nunca terminé de encontrarles el encanto. Es cierto que si el toreo es realmente un arte, aquellos artistas eran a Manolete lo que los pintores de brocha gorda a Monet. Pero se sumaban dos factores más, las corridas tenían dos componentes que no me gustaban. Primero, que ahí eras espectador en lugar de actor. De vez en cuando, el pueblo se hartaba de formalismos y, en contra del criterio de los toreros, se soltaba al toro para que circulara fuera de la plaza permitiendo que todos fuéramos un poco partícipes de la fiesta. Pero no siempre se podía contrariar de esa manera a los pobres protagonistas. Y tampoco me gustaba la sangre. Con lo que se disfruta corriendo y saltando con estos animales no veía la necesidad de herirlos y, menos aun, de matarlos. En esa parte me cuesta ver un arte. Mil veces prefería trepar por una pared acorralado por un toro y esperar allí encaramado a que se marchara. O tirarme debajo de un remolque confiando en que no iba a meter la cornamenta. O sentarme a horcajadas en la barrera pasando alternativamente una pierna hacia dentro o hacia afuera según los toros pasaran por un lado o por otro. O levantar las dos piernas a la vez en un ejercicio gimnástico cuando se te acercaban desde ambos lados... Eso sí era disfrutar de los toros. No me imagino la fiesta con conejos...

Al toro también dedicó un blues Fletcher Henderson, que grabó poco antes de comenzar a trabajar con Bessie Smith.


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