sábado, 3 de marzo de 2012

Nunca es tarde...

Una de las excusas que más he escuchado para no enfrentarse a algo nuevo es la de "yo ya estoy muy mayor para eso" en sus múltiples variaciones formales. Frase que la experiencia demuestra que no es más que eso, una excusa, cuando uno se ve incapaz de adelantar en una media maratón a un corredor que casi le dobla la edad. Eso me ha pasado a mí y es cierto que no es solo mérito del corredor anciano, lo admito con humildad. Pero tampoco me ha pasado a mí solo.

No importa cuáles sean las dificultades que podamos prever antes de empezar un camino, muchas veces merece la pena arrancar. Porque esas dificultades pueden, efectivamente, impedirnos que lleguemos, pero lo que hemos visto en el camino antes de abandonar ya es una experiencia en sí. No creo que no llegar sea un fracaso, no arrancar sí puede serlo.

En aquella edad en la que uno sí que emprende cualquier actividad que le pongan por delante, cuando yo tenía (creo) unos 13 años, mis padres decidieron por mí que dejara el baloncesto y comenzara clases de inglés en una academia. Pasado el pataleo inicial, reconozco que mis padres tenían toda la razón. Aunque aun me faltaba por dar el ultimo estirón, cualquier predicción apuntaba a que acabaría como mascota antes que como pívot. La robustez tampoco era mi cualidad más destacada y mi puntería llegaba solo a no lastimar a ningún espectador. 

Así que concentré mis afanes deportivos en el fútbol (que se me daba bastante mejor por mis cualidades, aunque tampoco me imagine nadie regateando a todos los contrarios que me salían al paso) y dediqué cuatro horas semanales a mejorar, en una academia del barrio, mi inglés . Esto no era particularmente complicado porque los profesores que había tenido en el colegio hasta ese momento no se habrían entendido con un escocés ni por señas. 

Fui extremadamente afortunado con esa decisión por tres motivos: Tuve un primer profesor excelente que me enseñó casi todo el inglés que he aprendido; tuve una segunda profesora de la que me enamoré en silencio; y me hice amigo de Javi, que era ciego, me llevaba ocho años y también estaba enamorado de la misma profesora. Creo que, salvo las chicas de clase, todos estábamos enamorados de ella. Y tampoco me atrevo a excluirlas a todas.

A pesar de la diferencia de edad, Javi y yo nos hicimos bastante colegas. En aquellas clases veíamos muchos vídeos, a veces, películas enteras en inglés. Javi y yo siempre nos sentábamos juntos y yo le iba resumiendo, en voz baja, las imágenes que él se perdía. Después, extendimos esta práctica a los cines, ante el asombro -y, a veces, el cabreo- de los otros espectadores. No todo el mundo sabía que, de aquellos dos pesados que se pasaban toda la película susurrando, uno era ciego.

A mucha gente le sorprendía la normalidad de la vida de mi amigo. Más allá de una actividad profesional muy propia de su condición -vendía cupones de la ONCE en la puerta de un supermercado- su ocio no delataba para nada su discapacidad. Si no, no habríamos pasado horas juntos jugando al billar ni habríamos luchado por conseguir colocarnos en primera fila en los conciertos de los bares del barrio.

Durante varios años, Javi fue mi mejor amigo del barrio. Ahora es otro más de los que se quedaron en el camino. Aunque para precisar algo más la metáfora, cada uno tomó una bifurcación del camino mirando solo al frente y cuando volvimos la mirada ya era demasiado tarde. De Javi aprendí muchas cosas. Soy muy afortunado por los maestros que he tenido. Cómo no aprender de un tío que siempre decía "el amor es ciego, yo soy todo amor". Él no había nacido ciego, perdió la vista en una operación difícil a los 14. Dedicó unos años a lamentarse, enfadarse con el universo por haber privado de la vista a un chaval inocente y aprender a defenderse en un mundo hecho para andar con mucha vista. Cuando yo le conocí, ya había superado esa etapa y disfrutaba de la vida, de Pink Floyd, de imaginarse a la profesora de inglés a través de mis descripciones, de filosofar...

Pero de todo lo que aprendí, me quedo con dos lecciones. La primera se resumiría en la frase "ante la duda, juégatela". Cuando empezaba el verano, a algunas de sus clientas les decía "¡Qué guapa estás hoy! Qué bien te queda esa blusa blanca". Por supuesto, no acertaba siempre, pero tampoco era una afirmación tan arriesgada. Y las clientas sorprendidas por el acierto nunca presenciaban cuando fallaba. Dudaban al principio y después decían "qué cachondo eres, Javi". Pero había alguna que realmente se mosqueaba, dudaba de su ceguera y, a veces, incluso le pasaba la mano por delante de los ojos cubiertos por las gafas negras (y bastante macarras). Porque Javi podía soltarle lo de la blusa lo mismo a una calienta habitual que a una desconocida. Yo me pasaba horas acompañándole mientras él vendía y le ayudaba asegurándome de que nadie le colaba ninguna moneda ni billete falsos -cosa que sucedía-. Y en esas horas aprendía y aprendía...

La segunda lección, y la más importante, es que no importa la edad, no importan las dificultades, no importa lo que te desanime la gente. Si tienes ganas de intentar algo inténtalo. A él no le importó no poder ver, ni ser bastante más talludito que la mayoría de sus compañeros. Tampoco le frenó tener que pasar siete, ocho o nueve horas al día ganándose la vida vendiendo cupones de los de antes del Cuponazo. Y mucho menos pudo con él descubrir que mucha gente se reía de él por sus aspiraciones. No, Javi podía con eso y con más. Él empezó su carrera de Derecho casi diez años más tarde que la mayoría de los nuevos universitarios. Y algunos años más tarde la acabó.

Javi, mi amigo ciego, como esos grandes del blues... http://www.youtube.com/watch?v=sTX1rNr6izs

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