jueves, 1 de marzo de 2012

Utopía

Dice uno de los lemas de Amnistía Internacional que "el mundo puede cambiar, pero no va a hacerlo solo". Estoy absolutamente de acuerdo. El mundo puede cambiar y debe cambiar. El día que perdamos la esperanza por ese cambio estaremos perdidos. Lo interesante es que la dirección en que se debe dar ese cambio depende de a quién le pregunten. Habrá casi tantas opiniones como encuestados, pero estoy convencido de que hay cierto consenso en unas pocas cosas y que si muchos empujamos en esa dirección, algún buen cambio se producirá.


Sinceramente, creo que se puede tener cierta confianza en el género humano. Si alguien clasifica esta opinión de optimismo antropológico no es responsabilidad mía. Hay una anécdota de mi juventud (o tal vez de mi adolescencia tardía, no sé dónde está exactamente la frontera, tenía 15-16 años para más señas) que siempre recuerdo con orgullo. En nuestro último año de BUP (ya suena viejuno el acrónimo) formábamos grupo habitual de farra de fin de semana cinco compañeros de clase. Eventualmente, se incorporaba alguno más, pero el núcleo de nuestras quedadas de sábado lo formábamos nosotros cinco: Ramón, Ángel, Nacho, Fernando y yo. Éramos cinco anti-héroes sin ningún parecido entre nosotros.


Sé que ninguno de ellos está leyendo esto y no puede corregir las exageraciones o deformaciones de los recuerdos. Pero intento ser fiel a ese recuerdo como si pudieran, como si alguna de esas casualidades misteriosas que a veces se producen (¿verdad, brujita Moni?) pudiera reconectarme con alguno de ellos.


Tantas eran nuestras diferencias que tampoco podíamos ser iguales en nuestras posibilidades económicas. No es que hubiera ningún Botín en el grupo, pero sí existían notables diferencias en el nivel de ingresos familiares y en el criterio de asignaciones periódicas para vicios varios de la chiquillería. Pasados unos pocos fines de semana, se vio que acordar un nivel de aportación para el bote idéntico para todos era tarea complicada. ¿Cómo se deben repartir las aportaciones? ¿Todos por igual, independientemente de quién beba más? Cierto es que si es que había alguna diferencia notable en este aspecto no la recuerdo. ¿Cada uno en función de su consumo? ¿Cada uno en función de sus posibilidades? ¿Era mejor, ante esas diferencias, no hacer bote y que cada uno consumiera según su capacidad, tanto de ingerir como de pagar por ello? ¡Qué banal cuestión de adolescentes! ¿O tal vez no tan banal? Tal vez un ejercicio a escala de cómo se debe contribuir a los ingresos de una comunidad.


En aquellos tiempos yo no conocía esa célebre frase que resume el socialismo "de cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad". Hoy asocio mucho esa frase a aquellas discusiones que teníamos enfrente del Sapo Azul. He de decir que nuestro recorrido era bastante predecible, se notaba que no temíamos que nadie atentara contra nuestras vidas... Habíamos llegado a ese ritual tras descartar cada uno sus sitios "apestosos". Porque un adolescente vehemente que se precie no deja de pasar la oportunidad de calificar de apestoso un garito, ya sea por demasiado pijo para unos o por demasiado mugriento para otros. El ritual incluía las etapas de: 1) Puesta en común del bote (discusiones incluidas); 2) compra de bebida en una tienda de "alimentación"; 3) bebida compartida en los bajos de Argüelles; 4) visita a algún antro clásico de la zona para calentar; 5) fin de fiesta en algún disco-antro canjeando la entrada por la bebida con la mayor graduación alcohólica posible, habitualmente vodka con Licor 43. Sí, la bebida tenía cierta presencia en nuestros encuentros. ¿Qué íbamos a hacer? Tampoco éramos unos cracks ligando, el paso del tiempo no me ha distorsionado tanto los recuerdos. Y como la bebida había que comprarla con el sudor de la frente de nuestros padres -y algún rozamiento de nuestros codos para no perder los derechos- la constitución del presupuesto tenía su importancia.


La cuestión es que alcanzamos un equilibrio bastante peculiar en la financiación. Había quien tenía bastante más pasta y no tenía ningún problema en que sus padres contribuyeran a nuestras intoxicaciones. Pero eso generaba en algunos de los que menos aportaban un sentimiento de inferioridad que atentaba contra su orgullo. Entonces alguno de esos menos pudientes proponía que pusiéramos todos por igual aunque eso redujera el presupuesto total. Pero no solo había diferencias en el volumen de los ingresos que teníamos cada uno sino también en la frecuencia y en la regularidad. Así, alguno de los -digamos- pobres tenía de vez en cuando alguna aportación extraordinaria en concepto, por ejemplo, de reducido número de suspensos en una evaluación y con ella se presentaba el correspondiente sábado para aumentar nuestra ingesta de alcohol. Tal vez gastábamos el dinero en algo más que alcohol y entradas de discoteca canjeables por alcohol, pero lo he olvidado. Probablemente, por culpa del alcohol.


El equilibrio fantástico llegó en forma de pequeño saco negro de fieltro, que no sé quién consiguió ni de dónde, pero que era de los más propio para la misión. En ese saco, cada uno introducía su mano y dejaba su aportación sin que nadie pudiera ver cuánto dinero metía. Debo aclarar que hablamos de la época de las "chocolatinas", esas monedas de 100 pesetas y de las de 200 y 500. Y debo aclarar también que la aportación total de un sábado medio rondaba las 2.500 pesetas para todo el grupo. Este sistema funcionó sin una sola queja durante todo lo que quedó de curso, básicamente todo el tiempo de vida que le quedó a ese grupo por delante antes de que el COU los separara. Funcionó sin una sola queja, sin una sola bronca y sin que ningún fin de semana nos quedáramos sin cumplir con nuestro ritual por falta de presupuesto. Simplemente consumíamos algunos centilitros más o menos y, además, con el factor sorpresa añadido.


Como yo solo tenía dos datos -lo que yo aportaba y el resultado final- podía calcular la aportación media y cuánto me desviaba yo de ella pero no la varianza ni ninguna otra medida estadística de la equidad de la contribución. Lo que sí puedo decir es que el mecanismo permitía cierto auto-ajuste porque cada uno podía intentar corregir -si quería y podía- la desviación de su aportación respecto de la media en las semanas posteriores. Yo no sé lo satisfechos que se sentían interiormente cada uno de mis compañeros; sé que yo andaba muy cerca de la media y que todos bebíamos a gusto, bailábamos por mimetismo y volvíamos a casa ya con resaca antes de la medianoche.


Por cierto, esto me recuerda a un blues... http://www.youtube.com/watch?v=QV57M9U4F6Y&feature=related

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