domingo, 4 de marzo de 2012

Historias de la puta mili

Hice la mili. No es algo de lo que me avergüence, ni algo de lo que me enorgullezca. Nada de lo que me arrepienta, ni que me apetezca repetir. Me tocó el penúltimo año de servicio obligatorio, al terminar la carrera. Tal vez podría haberme librado extendiendo las prórrogas un poco más o buscando alguna excusa. También podía haber objetado porque creo que la vida militar, como cualquier otra, debe ser para quien la elija. Pero opté por librarme de todas mis obligaciones por la vía más rápida siguiendo ese instinto pragmático mío, creo que heredado.


Cuando varios hombres de la generación de mi padre se reunían, era muy habitual que compartieran sus experiencias de aquel servicio militar de la época de Franco, que claramente tenía un aspecto mucho más marcial que los últimos estertores que yo conocí. Podían pasarse una tarde entera con aquellas historias mientras sus mujeres formaban un círculo aparte y refunfuñaban porque sus maridos no parecían tener otro tema de conversación en aquellas charlas de varones maduritos.


Yo tendía a escapar de aquellos grupos de soldados reservistas porque nunca tuve un espíritu demasiado castrense y por pura rebeldía juvenil hacia la generación dominante. Y ellos, mi padre entre otros, insistían en que escuchara y aprendiera para aquella experiencia que me iba a hacer un hombre. Y como no me podía librar de todas, acumulé unas cuantas anécdotas de aquello que debía certificar mi entrada en la masculinidad adulta. Pero, aparte de las anécdotas individuales, lo que más me sorprendía es cómo recitaban nombre completo, con dos apellidos, de una larga lista de compañeros. De cada uno recordaban también su pueblo de origen, aunque ni acertaran a colocar en un mapa la provincia del pueblo en cuestión.    Aquello no podía ser el fruto de memorias portentosas porque algunos de aquellos hombres era incapaz de recordar luego cosas mucho más sencillas. Yo atribuía aquella capacidad excepcional a la repetición. Aquellas listas de nombres debían repetirse hasta la saciedad. Un efecto parecido al que consiguió que la Odisea llegara de boca en boca hasta que alguien finalmente se atrevió a transcribirla. Vamos, lo que los eruditos antropólogos llamaban "la tradición oral".


Yo de mi mili no solo no recuerdo los apellidos de mis compañeros. No recuerdo ni los nombres. Solo recuerdo un par de ellos porque compartimos muchas horas de oficina y porque eran bastante cachondos, por ejemplo, el Sargento Primero Segundo, que ascendió a Brigada y perdió bastante encanto.


Mis años de carrera universitaria no me habían preparado para el servicio militar, no tanto porque me esperaran nueve meses de combate en la jungla, sino porque en la oficina donde fui destinado se jugaba a la escoba y yo en la universidad me había dedicado más al mus. Estuve siete meses destinado en aquella oficina, compartida con otros seis uniformados, cinco de ellos "profesionales", uno de ellos, el jefe, el Sargento Primero Segundo. Siete meses, a cinco días por semana, salen unos 150 días que, prácticamente todos, jugamos a la escoba. Por eso puedo decir que para mí la mili fue un juego. Eso sí, no jugaba por placer. Jugaba porque había que matar el tiempo demasiadas horas encerrados en una oficina sin trabajo, pero que no podíamos abandonar. Y por disciplina. Los cabos primeros, que ostentaban el mando cuando el jefe se marchaba a media mañana, nos obligaban a jugar con ellos. Y tenían sus armas para obligarnos. Armas que no eran de fuego; no herían pero te podían dejar sin fin de semana.


Jugamos y jugamos y jugamos hasta quedar aburridos de jugar. Jugamos porque llegaba un momento en que era lo que menos esfuerzo nos suponía. Y si algo se aprendía en la mili era la ley del mínimo esfuerzo. Bueno, admito que no siempre nos regíamos por la ley del mínimo esfuerzo. El espíritu de rebelión de la tropa nos llevaba, en ocasiones, a renunciar al principio del mínimo esfuerzo. Por ejemplo, en esos momentos en que el toque de bandera nos sorprendía a mitad de camino de un sitio a otro. En esa situación, era obligatorio detenerse, orientarse hacia la bandera que se iba a izar y mantenerse en posición de saludo durante el par de minutos que duraba el acto. Si algún mando te sorprendía no respetando el ritual podías descubrir esa figura tan militar, el arresto. Pues, en ocasiones, por evitar el saludo, había quien prefería correr y arrastrarse bajo un coche del aparcamiento.


La rebeldía contra el mando y la ley del mínimo esfuerzo. Me cuesta entender que eso sirva para ganar guerras, que al fin y al cabo, para eso se inventaron los ejércitos... ¿O tal vez no? Lo que sí está claro es que la guerra también está presente en el blues... http://www.youtube.com/watch?v=euYfZ81gMC

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