Estudié en un colegio laico y mixto. Mixto en el sentido de que había chicos y chicas, aunque hubiera mezclas de muchos más tipos que de sexos. Y laico porque los dueños, la directora -y copropietaria- y los profesores eran todos seglares. Todos, menos uno, el profesor de religión. En eso, mi colegio era muy ordenado. Tal vez hubiera sido más divertido tener a este señor en clases de gimnasia, al matemático enseñando el catecismo y al preparador físico dándole a las ecuaciones. Pero no. Mi colegio, en eso, era muy ordenado.
El hecho de que fuera un colegio laico no significa que en las aulas no hubiera crucifijos. Igual que el hecho de que fuera mixto no implicaba que a los niños y a las niñas nos trataran igual. Esta diferencia era especialmente notable en las clases de Manualidades y en la de Educación Física. Y no se vaya a pensar que eran particularmente exigentes con los chicos en la gimnasia. De hecho, una año, creo recordar que sexto, los chicos estuvimos medio año tocando la flauta. Para preparar el típico espectáculo de fin de curso, los chicos comenzamos a aprender a tocar la flauta dulce para acompañar a las chicas en su ejercicio de gimnasia arrítmica. Salvo por ejercitar los dedos, no veo muy bien por qué eligieron esa actividad para nosotros. En Manualidades, los chicos hacíamos actividades como marquetería mientras las chicas pasaban más tiempo entre telas. Pero todo esto no era puro capricho, sino que se hacía al amparo de la Ley General de Educación, vigente desde 1970, que incluía una directriz como "los métodos de enseñanza serán predominantemente activos, matizados de acuerdo con el sexo y tenderán a la educación personalizada". Sí, mi colegio, aparte de muy ordenado en algunas cosas, era muy recto. No se vaya a pensar lo contrario porque yo dedique un párrafo a explicar lo de la flauta y las manualidades.
Algunos de aquellos profesores enseñaron allí durante todos los años que yo estuve en el colegio. De hecho, ya llevaban años allí y allí siguieron hasta que les llegó la jubilación. Eran el núcleo duro. Algunos impartían más de una asignatura, incluso teníamos una especie de superprofesor, igual que algunos ministros acumulan carteras y vicepresidencias y portavocías y más carteras. Nuestro superprofesor tenía a su cargo las asignaturas de Ciencias Sociales, Geografía, Historia -a veces juntas y a veces separadas- Latín, Filosofía y Música. Un verdadero hombre del renacimiento. Otros puestos no cuajaron nunca y tuve incontables profesores de Matemáticas o de Dibujo y bastantes profesoras de Ciencias Naturales. Curioso o no, nunca tuve un profesor de esa asignatura.
Uno de los hombres fuertes del núcleo duro era el profe de Religión. No tenía el peso lectivo que el superprofesor pero era un hombre de confianza de la dirección. Se podía decir que representaba más al partido que al gobierno, era una especie de secretario general, con un puesto de ministro, digo de profesor. Era un hombre muy especial. Alguna enfermedad, puede que simplemente el acné, se había cebado con su cara, lo que ya le daba a su físico un toque sobrecogedor. Si a eso le sumamos una voz grave y pausada y una mirada fija que te helaba la sangre, tenemos a un competidor perfecto con Jack Nicholson para el papel de El Resplandor. Menos mal que esa película no la vi hasta haber salido del colegio.
Mostrando su versatilidad, y el respeto a la diversidad por parte de la dirección, el profe de Religión también impartía Ética. Esto de la Ética era un invento moderno, que se debió de implantar con alguna reforma educativa que nos pilló por el camino porque no estaba disponible desde el principio de mis estudios. Y quién mejor preparado para enseñar Ética que aquel profesor. Por supuesto, en aquellos tiempos, los alumnos que optaban por la Ética en mi colegio eran una absoluta minoría. La mayoría de los años no había ninguno. Pero algún año sí hubo. Un año, concretamente, hubo una alumna de Ética en nuestro curso. En un ejercicio de eficiencia extrema, se decidió hacer coincidir las clases de Religión para una veintena de alumnos con la de Ética para la disidente. Hacerlas coincidir en el espacio, en el tiempo y, como daño colateral, en el contenido. La pobre chica seguía sentada en su silla, leyendo su libro de Ética mientras tenía lugar la clase de Religión para todos nosotros. Entre un conflicto de estímulos sonoros con estímulos visuales transcurrió la educación ética de nuestra compañera.
Aquel hombre implantó en su asignatura -debería decir en sus asignaturas- unos modelos de evaluación realmente revolucionarios. De hecho, los métodos de evaluación eran lo único revolucionario que se podía asociar con aquel hombre. Al principio, empezó aplicando un criterio que yo siempre tengo en cuenta cuando tengo que valorar algo. No utilizaba ni el cero ni el diez en las notas. Él defendía que nada era perfecto, ni perfectamente bueno ni perfectamente malo. El cero estaba reservado para quienes no se presentaban o dejaban el examen en blanco. La más mínima frase escrita en el examen, aunque se refiriera al partido del domingo, te garantizaba un uno. Y de ahí para arriba. Y daba igual lo que hubieras estudiado, lo que te esforzaras, lo bien que creyeras que habías respondido a las preguntas, la máxima nota a la que podías aspirar era un nueve. Por supuesto, nunca nos puso exámenes tipo test. Ahí habría sido complicado justificar su teoría. Pero es que las pruebas que Dios pone no son tampoco tipo test. Aquello fue posiblemente lo único en lo que yo pensaba parecido a aquel hombre. Me refiero a lo de no calificar nunca un trabajo con un diez.
Su segunda innovación fue un paso más allá. Un año decidió probar a que nos autoevaluáramos. Tal cual. Y no era por no trabajar corrigiendo exámenes. No. Supongo que quería apelar a nuestra madurez y dejar que desarrolláramos capacidades como la responsabilidad por el trabajo propio, la honradez. Para mí que también quería jugar un poco con la culpa, pero esa es una interpretación mía, basada en algunos otros argumentos, pero subjetiva en definitiva. Ese fue un buen año, nadie suspendió Religión. No recuerdo haber tenido ningún conflicto interno a la hora de autoevaluarme, lo que no quiere decir que no lo tuviera, solo que si lo hubo no me dejó huella. Lo que sí recuerdo es que obtuve la misma nota que el año anterior, con el método de evaluación tradicional.
Anoche, hablando con un gran amigo sobre los métodos de evaluación del rendimiento en las empresas donde, más que las notas, uno se puede jugar bastantes euros, recordé a mi profesor de Religión y sus métodos. Afortunadamente, anoche, de él solo recordé eso.
Por cierto que el blues siempre recordará a esa música religiosa a la que tanto debe...
http://m.youtube.com/watch?feature=mhee&v=Q-J4MxuKNew
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