jueves, 15 de marzo de 2012

Todo está en los libros

En los años 80 emitían un programa literario en televisión que se llamaba "Todo está en los libros". Sinceramente, no recuerdo absolutamente nada del programa, ni quién lo presentaba ni una sola secuencia. Solo recuerdo dos cosas. El propio nombre del programa, que tiene magia, y la canción de tonillo pegadizo que le hacía de sintonía y que tenía también el mismo nombre. La canción era de Vainica Doble, autores de otro temazo clásico de la televisión, nada menos que "Con las manos en la masa". De vez en cuando, me sorprendo cantando para mí mismo ese "todo, todo, todo está en los libros".

Esa frase era para mí no solo mágica. ¡Era un verdad como un templo! Aunque ahora mismo creo que todo está en internet y no tanto en los libros. Adoro los libros. Y no solo por el contenido. ¿Quién no ha experimentado un placer físico al abrir un libro nuevo, con papel de calidad, y oler sus páginas. O deslizar los dedos como patinando sobre esos papeles satinados. En mi caso, los dos libros que más placer físico me han proporcionado -y me refiero solo a esas propiedades olfativas y táctiles- han sido los cinco volúmenes de la Historia de la Filosofía Griega, de Guthrie y un libro de texto de la carrera, uno de los pocos que compré, de Energía Solar Fotovoltaica. 

Los libros me han hecho reír, recordar, pensar, soñar, imaginar, aprender, anhelar, enfurecer, llorar... Lloré con Benedetti tanto como reí con Wilde. Aprendí con Russell y pensé con Ortega. Kundera me descubrió un mundo y me descubrió el mundo de Musil. Pàmies me acercó a Monzó y entre ambos confundí lo real con lo imaginario. Acudí a Atxaga para encontrar la diferencia y me perdí aun más. Los libros me han dado tanto... Y los libros también me han hecho escribir. Ahora este blog. Antes de eso y, espero que después, mis pequeñas historias.

Un día eché las cuentas de los libros que podría leer antes de morir. Al estilo de esos recopilatorios tan de moda, con las 1001 obras selectas de cada una de las artes. A un ritmo razonable de dos libros por mes, estimando entonces que me podían quedar cincuenta años de vida, no tendría tiempo para leer nada más que mil doscientos libros. De todas las obras escritas en todos los tiempos y de los miles de obras que se publican al año, ¡como máximo iba a ser capaz de leer esos mil doscientos libros! En ese momento sentí tristeza por todo lo que me iba a perder. Pero, sobre todo, sentí una enorme responsabilidad en la elección de cada libro que me leyera. Como para malgastar esas pocas oportunidades. Afortunadamente, ese momento de enajenación se me pasó. Ahora leo sin sentir esa responsabilidad aun siendo más consciente de la finitud de la vida.

Vivir entre libros siempre ha sido mi pasión. Tanto que, en un momento dado, decidí que podía convertirlo en mi profesión. ¿Por qué no intentar ganarme la vida con una de las cosas por las que siento pasión? Hay otras cosas en la vida por las que siento pasión, pero ganarme la vida con ellas podría tener matices más sórdidos. Estuve durante unos meses echando mis cuentas, trabajando en un plan para un negocio basado en la librería. Me documenté, conseguí informes sobre las costumbres de los españoles en la compra de libros, dónde lo hacen, cuándo y qué tipo de libros compran. Aprendí sobre la distribución de los libros incluso sobre técnicas básicas de marketing: qué libros exponer y cómo, que "fondo de armario" tener, etc.

Entonces pensé en arrancar ese negocio. Y en su nombre. Ahí recordé esa frase y esa musiquilla "todo, todo, todo está en los libros". Acostumbrado a vivir con internet -e indirectamente de internet- pensé que necesitaba una página web, así que inmediatamente comprobé que el dominio todoestaenloslibros.es estaba disponible y lo reservé.  Indudablemente, eso era un buen augurio para el negocio.

Me imaginaba a mí mismo de cliente en ese local y me veía disfrutando. Porque además, en ese local, un cliente interesado por la literatura podría tomarse tranquilamente un café o unas cañitas. Vamos, dicho en una frase, de un golpe juntaba en un solo negocio mi pasión por los libros y mi pasión por las cañas. Un lugar idílico, que alguien como yo mismo tendría como referencia. Un lugar que atraería a gente que iría poco a poco conociéndose y creando un ecosistema, donde los habituales charlarían tranquilamente con sus cafés, polemizando sobre si alguien ha superado a García Márquez en el realismo mágico o a Kafka en el surrealismo onírico. Y es que muchos de los buenos amantes de la literatura se muestran vehementes cuando se enfrascan en una conversación interesante sobre su tema favorito.

No obstante, no seguí adelante con el proyecto. Contrapuesta a aquella visión idílica también tuve otra. El local estaba lleno de frikis sin un duro, que se pasaban las horas muertas hablando de libros, dando lecciones magistrales sobre si Hemingway tuvo más influencia que Zelda en las novelas de Scott Fitzgerald. Y después de esas fantásticas horas dando rienda suelta a sus conocimientos y a sus habilidades retóricas, aquellos diletantes volvían a casa sin más libro en las manos que aquel con el que ya habían salido por la mañana y sin haber consumido más que un café, solo, que la leche está muy cara.

Sí, era claramente un lugar en el que yo podría disfrutar. En el que podría hacer que otros como yo disfrutaran. Pero no un negocio. Y si bien el saber alimenta el espíritu, de todos es conocido que no ocupa lugar, ni siquiera en el estómago. Me venía a la cabeza aquel chiste que dice que los camareros y los ginecólogos trabajan donde otros se divierten. Al menos, ellos compensan esa frustración con unos ingresos que los mantienen. Yo no veía del todo la rentabilidad de aquel negocio.

Descartada entonces la faceta empresarial, volví al disfrute sin ánimo de lucro de la lectura. Volví a reír, a transportarme, a aprender, a enojarme... Y, sobre todo, volví a escribir. A veces, no muchas, escribo mientras escucho un blues...


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