Todo empezó a cambiar en mis últimos años de la EGB y terminó de tomar forma al inicio del bachillerato. Empecé a relacionarme más intensamente con algunos de mis compañeros, especialmente con aquellos que mis padres habrían preferido que evitara. Para rebajar el nivel de expectativas, debo decir que ese puñado de colegas selectos no eran tampoco el terror del barrio y habrían sobrevivido a duras penas en una cárcel mexicana. Al final de aquella época, cuando cada uno tomó su camino estudiando, trabajando o sobreviviendo, solo dos, que yo sepa, habían sido fichados. No me refiero a ningún equipo de fútbol, claro está, sino a los maderos, que conservaban el apodo pero que ya vestían de azul por aquellos días.
A mí aquellas experiencias me sirvieron, entre otras cosas, para descubrir lo que es "ser identificado". Pero eso es una anécdota, cuyos detalles no vienen al caso. En lo que me quiero centrar es en lo que ocurrió bastante antes, la combinación explosiva de unos chavales rebeldes pero poco creativos, con un alumno con coartada de buen estudiante y la imaginación bien desarrollada. Ya no recuerdo muy bien las primeras trastadas que ideamos y ejecutamos juntos. Pero lo inolvidable es la sensación de haber segregado por primera vez tanta adrenalina: Un subidón espectacular seguido de un momento de lucidez en el que reflexionas y piensas que no lo volverás a hacer. Pero vuelves. Porque aunque te niegues un par de veces, continuar con la rutina se te hace muy pesado y acabas repitiendo por la sencilla razón de que sientes que lo necesitas.
Nuestras hazañas favoritas consistían en sustraer cosas del despacho de la directora. Poco a poco nos fuimos atreviendo con cosas de más enjundia, que se iban a echar más de menos. El afán era el de la aventura ilegal, sin más. No había ningún ánimo de lucro en aquello. Una vez sacado del despacho, el objeto en cuestión debía ser escondido en algún sitio seguro del colegio y no intentar sacarlo en la mochila ese mismo día porque había riesgo de ser registrado. Pero hay pocos sitios seguros en un colegio para esconder algo que has robado del sitio más seguro del centro, el despacho de dirección. No porque tuviéramos una gran cultura en cine negro en aquellos tiempos, la primera idea que nos venía a la cabeza eran siempre los baños. Los baños son un buen sitio para esconder cosas del resto de alumnos y de los profesores, pero hay que tener cuidado con el personal de la limpieza. Os dejo este consejo por si pensáis esconder algo en un baño público más de un día. Las cisternas eran, por supuesto, del modelo tradicional por aquella época, colgadas muy por encima de las cabezas de la chiquillería y con la cadena que da nombre a la acción. Por cierto, algún día tendremos que explicarles a las generaciones siguientes por qué empujar un botón de una cisterna se llama "tirar de la cadena". Tan en vías de extinción se encuentra la pobre cadenita...
No voy a dar demasiadas más pistas para que no se reabran los casos. No conozco con exactitud cuándo prescriben las pillerías infantiles. Reconozco que descubrí que tengo una mente más criminal de lo que me gustaría admitir. A muy pequeña escala, pero llegué a disfrutar ideando la siguiente hazaña. Y así corría un tiempo en que enlazaba buenas notas con estas pequeñas "faltas" no descubiertas. Hasta que un día me pillaron. Un profesor me sorprendió agachado debajo de la mesa del despacho de la directora mientras intentaba esconderme. Se me vino todo abajo. Esa sensación era incluso más intensa que la del primer golpe exitoso. Quería desaparecer, imaginad la cara de sorpresa del profesor cuando vio que el pillo que andaba gateando por la moqueta del despacho era yo y no uno de los sospechosos habituales.
La sensación de haberla cagado es desproporcionada. Todo se te viene encima, ves tu futuro arruinado y casi te imaginas ya una vida de delincuente reincidente. Eso sin contar lo que supone afrontar que tus padres se enteren. El hijo modelo resulta ser un atracador en potencia. Estábamos en mitad de los ochenta, la época de la heroína, de los atracos a punta de navaja, el Vaquilla, los tirones, las jeringuillas abandonadas en las fuentes, Almodóvar y McNamara cantando el Rock de la farmacia...
Por supuesto, nada es para tanto. Ni siquiera nuestros pequeños hurtos eran tan importantes como nosotros queríamos creer. La perspectiva de la primera persona es la más distorsionada de todas. Tampoco las consecuencias fueron dramáticas, no hubo ninguna sanción realmente grave. Eso sí, de repente pasas a formar parte de la lista de sospechosos habituales, con lo que tu nombre se asocia automáticamente a cualquier otro suceso extraño que tenga lugar.
Debo decir que mi conducta no se corrigió excesivamente. Pedirle eso a alguien que está empezando a aprender a vivir con sus hormonas no es nada fácil. Pero saqué varias lecciones de aquello, de esas que se te quedan para toda la vida y que quiero compartir aquí a modo de literatura de auto-ayuda. Así antes de criticar a esos escritores me lo pensaré dos veces. La primera conclusión que saqué es que estar con los malotes es mucho más divertido que con los que respetan todas las normas, pero tienes que estar dispuesto a afrontar las consecuencias, porque las tiene. Me alegro de haberlas sufrido para haber podido aprenderlo. La frase que me repitieron cientos de veces, "si eres mayor para hacer las cosas, tienes que ser mayor para asumir las consecuencias", no habría tenido el mismo impacto si no hubiera venido asociada a una situación concreta. De ahí aprendí que luego no vale lastimarse y echarse a llorar cuando la cagas o poner en riesgo a otros por no dar la cara. Lo afrontas y punto. Y si no, no haberlo hecho.
La cleptomanía me duró una temporada, incluso rebrota de vez en cuando. Cleptomanía por deporte, como aquella vez en que Á. y yo nos llevamos las mochilas llenas de material promocional de la empresa que nos estaba dando un curso de formación en los alrededores de Niza. Con la naturalidad del que lo ha hecho ya más veces, conseguí abrir la puerta de una sala, me colé y recogí regalitos para todos. Pero, en general, canalicé mis acciones hacia causas que consideraba más justas. Tal vez no lo fueran, pero...
En aquella clase de un colegio concertado del barrio de Pueblo Nuevo, había unos pocos que no tenían nada que perder con todo aquello. Algunos ya venían expulsados de otros centros. Una gran aportación, por cierto, porque eran una nueva fuente de experiencias. Pero lo que les pudiera pasar les traía sin cuidado en aquel momento (con flotabilidad negativa, en términos de submarinismo). En el extremo contrario estaban "los rectos", aburridos para mi forma de entender la vida, pero coherentes, con flotabilidad positiva. Y con flotabilidad neutra, que podían subir a superficie o hundirse según sus movimientos, los que teniendo algo que perder, preferían meterse en líos. Entre estos, había algunos que no conocían ese principio de afrontar sus acciones. Segunda lección y consejo típico de auto-ayuda: Nunca os fiéis de esos, porque cuando vayan mal dadas huirán y los que os hundiréis seréis vosotros.
Aunque intento mantenerme fiel a ese principio de coherencia, confieso que a mí también me ha faltado en un par de ocasiones la fuerza para seguirlo. Nadie es perfecto, así es la vida, ya lo dice el blues...
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