Para un niño como yo, un día de compra en Makro era una excursión a un mundo fantástico en el que se vendían productos inexistentes en otros sitios y muchos artilugios fascinantes, que uno veía en bares o restaurantes o establecimientos del estilo, pero nunca a la venta. Hoy mismo hemos visto un futbolín. Es cierto que eso ya no es noticia. Pero hace treinta años, ver un futbolín en venta entre mesas y sillas para hostelería no era algo habitual.
Volver a visitar Makro después de mucho tiempo ha sido una especie de viaje en el tiempo. Y como todo viaje en esa dimensión tiene un componente romántico y un componente decepcionante. La decepción es normal porque la imagen del recuerdo siempre está idealizada. Hoy, cuando el cuarto cinturón de Madrid está hilvanado de centros comerciales, no hay prácticamente nada que uno no pueda encontrar en otros sitios. Incluso, algunas secciones quedan pobres por comparación. Pero Makro conserva la magia de los envases al por mayor y del material de hostelería. Paquetes de 5Kg de macarrones, sacos de azúcar de 20Kg o botes de mayonesa donde cabe una cabeza siguen siendo dignos de ver.
Esta visita nostálgica se habría quedado, muy probablemente, en una anécdota olvidada en poco tiempo. Sin embargo, hay algo que la hace digna de ocupar una de las 30 entradas de este blog. ¡Makro cumple 40 años! Es otro de los nacimientos del 72. Puede que haberme reencontrado con este compañero de quinta me haya hecho gastar hoy algo más de lo que debía en estos tiempos en que mi presupuesto para ocio ha sufrido más recortes que el gasto público.
Y, de repente, todo ha cobrado sentido. Makro me ha recordado aquellos tiempos en que mi familia vivía con austeridad, en parte por necesidad y en parte por vocación, esa vocación que ahora yo estoy buscando dentro de mí antes de que se convierta en necesidad. Aquellos fines de semana en que el ocio consistía en divertirse haciendo cosas que no costaban dinero, nosotros pasábamos días enteros muy cerca de Makro. Eran dos recuerdos que yo almacenaba separados pero hoy, al volver a casa por la Avenida de América y dejar a un lado esas explanadas de hierba donde nos revolcábamos, merendábamos y jugábamos al fútbol, se ha cerrado el círculo.
Esas explanadas hoy están vacías y mal cuidadas, pero unas décadas atrás hervían de vida y el césped no tenía nada que envidiar al de muchos campos de fútbol. El lateral del ramal que da acceso al aeropuerto estaba plagado de pequeños coches aparcados. Nuestro Renault 5 no desentonaba en absoluto entre aquellos viejos Ford Fiesta, Simca 1200 y Seat 600 u 850. Nosotros solíamos ser de los madrugadores y evitábamos los problemas de aparcamiento que llegaba a haber. En el maletero no faltaba ninguno de los productos básicos para un domingo completo: la comida, con la opción de alguna bebida más suculenta que el agua diaria, la merienda y, por supuesto, ¡el balón!
La principal razón por la que allí nos juntábamos unas cuantas familias es porque, a pesar de su notable inclinación, aquellos campos eran ideales para jugar al fútbol. También se disfrutaba tumbado en el césped a la sombra de los pinos, pero aquella hierba tan bien cuidada era una delicia donde compartir horas de deporte con desconocidos. Primero cada grupo familiar o de amigos empezaba a jugar por su cuenta, pero pronto se improvisaban grandes partidos en los que todos jugaban intentando marcar gol en porterías ficticias marcadas con algún árbol o, peor aún, con bolsas de ropa. En aquellos equipos jugaban pequeños y mayores, padres e hijos. Se jugaban partidos interminables en los que solo se respetaba la hora de la comida para reunirse con las madres, que habían pasado la mañana haciendo "labores" o escuchando la radio y las hijas, que habían empleado el tiempo en jugar a la comba o a la goma.
Ni cualquier rincón estaba explotado comercialmente como ahora, ni los asiduos del lugar tenían costumbre o posibilidades de consumir demasiado. Por eso, todos los que acudíamos a los "campos del aeropuerto" llevábamos nuestras neveras portátiles, nuestros accesorios de pícnic y todos nuestros complementos. Hoy, alcanzar niveles parecidos de diversión requiere unos cuantos euros en comida, bebida, equipación deportiva profesional, selección de productos multimedia... Y cuando hoy vemos a alguien en la Casa de Campo repetir nuestros antiguos comportamientos, nos parece casi tercermundista. No tanto por sus pieles más oscuras, sino por su actividad impropia del siglo XXI.
Lástima que a veces tener más solo sirva para hacernos menos libres...
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